Narraban los romanos que en el extremo norte de Gallaecia existía una ría protegida de los vientos, ancha y apacible, rodeada de manantiales, donde cualquier granja prosperaba y el marisco era sacado del agua hasta por los niños de teta. Una Arcadia feliz asentada a orillas del Cantábrico, un mar temible y justiciero que, durante una gigantesca marea, acabó con las granjas y villas que los romanos habían alzado sobre las playas y marismas, convirtiendo en una nueva Atlántida aquel primer asentamiento.