No es mi intención la de contribuir a la sobre(des)información sobre la guerra de Ucrania, pero cabe abordarla desde una perspectiva diferente. La existencia de un conjunto de ideas compartidas socialmente hace posible que exista un conflicto que parece de otro tiempo.
Mi bisabuelo luchó en la Guerra de Cuba. Estoy seguro de que si, mediante algún tipo de magia, volviese a la vida, quedaría desconcertado con el tipo de tecnología que se utiliza en este conflicto o simplemente respecto a la que utilizamos en nuestra vida cotidiana. Misiles hipersónicos, GPS, drones o ciberataques son conceptos que le resultarían difíciles de comprender y que distan mucho de los combates de infantería con rifles de cerrojo que conoció. Sin embargo, la gran paradoja es que entendería perfectamente los términos en los que se justifica, explica o se analiza el conflicto.
De ninguna forma le serían ajenos conceptos como el de los nacionalismos enfrentados ni el de las reivindicaciones territoriales respaldadas por supuestas justificaciones históricas. Tampoco le costaría comprender el concepto de enfrentamiento entre potencias, hegemonía regional o esferas de influencia. A mi bisabuelo, o a alguien de su generación, le rimaría la idea de un viejo imperio, otrora poderoso, que se siente humillado y que quiere recuperar su papel internacional. Del mismo modo, entendería perfectamente el discurso del líder autoritario que apela a la patria, a la grandeza, a las necesidades de seguridad o a la maldad intrínseca del régimen enemigo, que aspira a la liberación del pueblo oprimido -quiera éste o no-. A cualquier español culto de finales del siglo XIX le resultarían perfectamente reconocibles los trucos dialécticos utilizados por los medios de comunicación, pues son exactamente los mismos que los de la prensa de su época. También la censura total de los medios del enemigo o las acusaciones de traición a cualquiera que no muestre el suficiente entusiasmo con la causa. Pero no solo eso sino que, a pesar de lo que nos gusta creer, la efectividad de estas estrategias sigue siendo la misma.
Los mecanismos sociales que podría percibir son exactamente los mismos que en el conflicto que conoció. El pueblo menesteroso, siempre quejumbroso respecto a sus tiranos locales que, a causa de un conflicto bélico, convierte en ídolos a quienes el día anterior detestaba. La disposición a dejarse la vida por una élites que dejan de parecer extractivas para ser referencia moral. La reacción de quienes se sienten humillados y pasan a tener la venganza como forma de redención. Los mismos crímenes de guerra, las mismas justificaciones. La espiral de odio y de venganza que entierra a todo razonamiento y que obliga a hacer enmudecer a cualquier traidor que hable de paz. La necesidad de una salida honrosa a una guerra aunque se sepa perdida de antemano, en defensa de un concepto, el del honor, que hasta el día anterior de la guerra parecía un meme arqueológico.
También, cabe decirlo, los destellos de humanidad, valor y solidaridad en medio de la matanza.
¿Qué quiero decir con todo esto? En primer lugar, que la realidad que hace posible que este conflicto pueda existir es más sociológica que material. La humanidad (ya podemos hablar de ella como una unidad) comparte una serie de normas que forman nuestra cultura. Podríamos decir, simplificando pero sintetizando, que una sociedad es un conjunto de seres humanos que comparte una serie de algoritmos, que forman su cultura, civilización, ética o como queramos llamarlo. Estos algoritmos o normas determinan los límites de nuestra conducta. La causa de que en pleno siglo XXI pueda darse el atropello de que un grupo humano asesine en masa a otro para buscar su beneficio es que entre esas normas que compartimos, una gran cantidad de ellas no resisten ningún análisis racional. Nación, raza, imperio. Hegemonía, dominación, colonialismo. Potencias, alianzas, zonas de influencia. Derechos históricos, enfrentamiento de civilizaciones, misión histórica. Tradición, prestigio, reputación.
En segundo lugar, viendo el mundo desde esta perspectiva, podría afirmarse que existe un desfase de progreso entre dos campos diferenciados. La tecnología material parece avanzar a un ritmo más o menos constante. Hace posible que yo me comunique mediante medios que mi bisabuelo ni imaginaba, que viva mejor que un burgués de su época aún siendo un simple asalariado o que podamos hacer la guerra mediante artilugios sofisticados.
Sin embargo, parece que la tecnología social, visto todo lo mencionado, está totalmente estancada. Utilizamos nuevos medios tecnológicos para debatir sobre los mismos temas, para intercambiar el mismo tipo de información e intentar influirnos entre nosotros mediante los mismos trucos dialécticos que utilizaban los sofistas griegos. Compartimos las mismas ideas nocivas, sin haber avanzado absolutamente en nada. Puedo leer largas argumentaciones sobre la legitimidad de la anexión de Crimea por parte de Rusia y, eliminando el componente técnico, serían intercambiables con 1853. Y no falta quien glose las glorias de los pobres hombres triturados por los proyectiles y la incompetencia “¿Cómo podría palidecer su gloria? ¡Oh, la salvaje carga que hicieron!”. Al menos, puede que el Iron Maiden del futuro nos deleite con otro The Trooper.
En definitiva, puede que dentro de un siglo poseamos la tecnología suficiente para, por ejemplo, colonizar Marte. Sin embargo, mucho me temo que nuestras ideas futuras serán demasiado reconocibles para alguien del presente. Imagino a la colonia humana asentada en la ladera de un cráter marciano y al Pepe y al Juan del futuro charlando animadamente, intercambiando impresiones sobre los cabronazos que viven al otro lado del cráter, en la otra colonia. Que hablan raro, visten diferente y rezan al dios equivocado. Que nos tienen manía, porque nosotros somos mejores y encima no reconocen que todo el cráter es nuestro por derecho. Encima, van provocando. Son un peligro, porque seguro que traman algo contra nosotros. Tenemos que hacer algo, pero ya.