Accesos de vómito le acometen a uno cuando ve, no jurar a la princesa Leonor la Constitución, que al fin y al cabo es un acto de sometimiento a nuestro orden popular, sino al verse acosado por una campaña propagandística que solo puedo calificar de repugnante. Abro el periódico de la mañana para comprobar que me venden como maravillosamente conectado con la sensibilidad popular que su princesidad haya alquilado el vestido blanco de la jura en una empresa que aboga por la sostenibilidad. Y así, un vestido de mil euros ha supuesto solo trescientos, con la ventaja de que además alguna otra princesa -esta no de título, sino de condición mental- lo utilizará en un futuro. Si esto es lo que la monarquía cree gesto capaz de congraciarla con el vulgo, da cuenta de lo muy entronizada que está la Casa Real, y de su absoluta desconexión con una gran parte del españolado. Porque sí, no me cabe duda, un treinta por ciento de españoles de bien, altas rentas y saludable vida sin ultraprocesados, pueden permitirse conceder una gracia al planeta alquilando un vestido de ceremonia, o como se llamen al chachismo ese con que se disfraza un consumo capitalista aparentemente ético. Hay otro treinta por ciento, de ese poco debe saber la monarquía, que compra lo que puede en el supermercado y ya va bien si puede vestirse con ropa ultrabarata, de esa que aguanta dos lavadas y sostiene su precio con mano de obra esclava y contaminación salvaje del medio ambiente de terceros países. Luego está el españolado medio, ese cuarenta por ciento que va viviendo sin apreturas ni holguras. Reunidos al cien por cien en una plaza pública, unos y otros deberían sentir lo mismo, lo lejana que está a nuestras sensibilidades una institución monárquica que repite los gestos que ya se usaron para Juan Carlos I y Felipe VI. No importa si desde el treinta por ciento privilegiado sonríen con la tontería del vestidito pensando vaya disimulo cuando el helicóptero que traslada a su princesidad sí contamina brutalmente. Ni si el treinta por ciento inferior, despistado, sueña con ser algún día princesa y poder gastar trescientos euros en un vestido. Ni siquiera importa que el cuarenta por ciento restante mire con curiosidad, afección o indiferencia el acto regio. Porque lo que importa, aquí, es que la monarquía, como la bandera, sigue sin representarnos a todos, e igual que tendremos por delante un futuro con reina, en ese futuro la reina no nos representará a todos.