Todos hemos tenido algún familiar de ese tipo: en mi tiempo eran señoras, esas tías abuelas, madres y madrinas helicóptero, encantadas de limitarte la vida en lo posible: no salgas que hace mal tiempo. Abrígate. No vayas en bici que te vas a caer. No te subas ahí. No te acerques al gato, que te araña. Cuidado con el gallo si vas al corral. No fumes. No bebas. Nada de chicas, que te distraen de los estudios.
Sabina les llegó incluso a dedicar una magnífica canción:
Y ahora, vaya putada, resulta que a esa gente se le ha dado el poder. Y ahora resulta que toda esa gente puede imponernos su miedo por ley, señalarnos desde los balcones y disfrazar su cobardía vital de precaución y buena ciudadanía.
En lugar de responsabilidad, nos quieren imponer miedo. Es el pánico senil, el triunfo de los que no quieren, no saben o no pueden hacer nada, maniatando a los demás con palabras de sacristán sabelotodo, gestos de obispo pederasta y pellizcos de monja hijadeputa.
Nadie duda de que a la hora de la emergencia todos tenemos que saber limitarnos y contenernos, pero esto va mucho más allá. Va de acobardar a la sociedad, individualmente y en su conjunto. Va de cohibir y amariconar (que no homosexualizar, ojo al matiz), de empequeñecer, disgregar y hacer temer.
¿Qué clase de sociedad puede fundarse dando el poder a la vieja del visillo, al santurrón de ONG y a la virgen de cincuenta años? ¿Con cuántas coderas y rodilleras podrán salir los niños a jugar al parque, supervisados, claro está, por un adulto? ¿Cuántos airbags deberán llevar, como mínimo, los coches eléctricos del futuro? ¿Veinte? Con treinta se salvarían más vidas. Y más con treinta y cinco....
¿Donde está Atila, ahora que se le necesita?