Hace muchos años, en un foro literario, conocí a una chica que luego, por IRC, me contó que se se había dedicado a la prostitución. Por supuesto que podía ser un señor con barba, porque nunca la conocí en persona, pero todos los indicios apuntaban a que no mentía.
Había sido camarera en una discoteca mallorquina y se había pasado a la prostitución porque le parecía más rentable y más tranquilo, o eso decía. Y mucho más descansado.
Siempre fue independiente. Ponía sus anuncios en los periódicos, y quedaba con los clientes en una cafetería antes de acostarse con ellos. Según decía ella misma, era bastante cara, y nadie podía ir a verla para echar un polvo simplemente. Primero me invitas a un café y luego, si nos gustamos, nos acostamos. Ese era su sistema, según ella.
Pero no va de eso esta reflexión. La cuestión, según la chica, era que en los años que se dedicó a ese oficio, se estudió una carrera y luego una oposición. Ocho años en total. Ahora es funcionaria en Baleares.
Y todo esto fue posible, según ella, porque en aquella época no existían los teléfonos móviles. Como a cualquier chavala, le costaba mucho esfuerzo ponerse a estudiar, y más disponiendo ya de dinero, pero dedicarse a la prostitución suponía, sobre todo, tirarse horas eternas sentada delante del teléfono, para atender a los posibles clientes. Y ya de la que tenía que estar en casa, estudiaba.
Cuando aparecieron los teléfonos móviles, las prostitutas independientes podían salir de fiesta, estar con los amigos o andar por la calle, pasando el rato hasta recibir una llamada, y eso, según mi amiga, fue lo que degradó la profesión y degradó a las profesionales, que tenían que seguir ejerciendo el oficio porque muy pocas habían aprovechado el tiempo para formarse.
Es curioso, pero la misma historia le escuché a un vigilante nocturno, hoy profesor de ciencias naturales, que se sacó la carrera y las oposiciones vigilando una nave porque no había otra cosa que hacer.
Nunca sabes dónde está la rendija por la que se escapa la fuerza de voluntad.