Arnaldo Otegui ha comentado que "la izquierda en el Estado español no tiene patria, la ha secuestrado la derecha". Creo que en cierto modo, tiene razón: la derecha se ha adueñado de los símbolos patrióticos tradicionales de España. Y no es baladí, porque los símbolos tienen más importancia de lo que muchos creen.
Hace tiempo comentaba con unos amigos que el principal símbolo del cristianismo es la cruz, un instrumento de ejecución y tortura de la antigüedad, ampliamente utilizada en la Antigua Roma. Básicamente consistía en clavar/atar al reo a la cruz y dejar que se muriese, exponiendo a la víctima a una muerte particularmente lenta y humillante.
El caso es que si Jesucristo, en lugar de crucificado como dice la tradición, hubiese sido decapitado, seguramente muchos cristianos ahora llevarían un hacha colgada del cuello en lugar de una cruz. Y si hubiese muerto ahorcado, llevarían una horca o un nudo corredizo.
Pero no, los romanos eligieron la cruz y ahora llevar una cruz supone, entre otras cosas, un símbolo de pertenencia a un inmenso “club” llamado cristiandad.
Y llegamos a la parte mollar del asunto: los símbolos y el sentimiento de pertenencia. El sentimiento de pertenencia se basa en el sentido de identidad, de continuidad y de reconocimiento por parte de los demás. Responde al anhelo del ser humano de ser aceptado e incluido por los que te rodean o, al menos, por una parte de ellos. Así, la gente se identifica como español, catalán o irlandés según donde ha nacido / vivido, la lengua que habla o las costumbres locales. Hay gente del Atleti y gente del Celta. Nos encasillamos entre izquierdas o derechas por afinidad a unas ideas sociales y económica. Nos identificamos como católicos, musulmanes o ateos en función de las creencias (aprendidas) que compartimos con otros.
Los políticos se dieron cuenta de esto hace mucho tiempo y, entre otras cosas, inventaron los nacionalismos. Además, no han dejado de agitar constantemente ideas y símbolos para que les apoyemos en sus ambiciones.
Uno de los muchos errores de la Segunda República fue cambiar la bandera porque, al hacerlo, le pusieron en bandeja un símbolo muy poderoso a los adversarios: la bandera rojigualda. Franco, muy cuco él, ante el incómodo problema que representaba Juan de Borbón, heredero de la corona, sustituyó el escudo borbónico por el águila de San Juan de los Reyes Católicos, como máximo exponente de la unidad de España.
Durante la “modélica” transición, la derecha y la ultraderecha (recordemos que muchos políticos de esta época habían mamado del franquismo) usaron la bandera nacional como símbolo de un patriotismo a ultranza, más aún cuando “despertaron” las inquietudes nacionalistas de vascos y catalanes.
Mientras tanto, la izquierda, venida del exilio o salida de sus escondites, aún veía la bandera rojigualda como un símbolo de derrota frente a los que derogaron la Republica y su bandera tricolor. Al mismo tiempo, la derecha-ultraderecha mantuvo el discurso franquista de dios y patria y se arrogó los símbolos más importantes del nacionalismo español. Y ha mantenido esta dinámica, con matices, hasta hoy en día.
La izquierda, en cambio, más preocupada por los españoles que por España, y con una concepción más federal del Estado, renunció a agitar banderas y a defender un nacionalismo español que veía anticuado.
Estas dos tendencias, alimentadas durante más de tres décadas, ha provocado que, más que la izquierda no tenga patria, como dice Otegui, que no parezca patriótica. Afortunadamente, poco a poco se va difundiendo la idea de que patriotismo no es agitar banderas, decir “español” en lugar de “castellano” o boicotear los productos catalanes. Patriotismo es tributar en tu país en lugar de buscar paraísos fiscales, no evadir impuestos ni pagar en B, o cuidar la sanidad y la educación públicas. Que este concepto cale en toda la sociedad será una tarea ardua, y también difícil será crear símbolos que lo representen.