La palabra meritocracia se ha popularizado mucho en los últimos tiempos. Su significado literal hace referencia al “gobierno de los mejores”, es decir, los “mejores” son los que accederían a las altas esferas de la política para gobernarnos a todos. En su día, en la antigua Grecia, se presentó algo similar: la “aristocracia”, es decir, un gobierno que recaería en unas pocas personas, las cuales serían las más preparadas y capaces. Sin embargo, a día de hoy, cuando hablamos de meritocracia no nos estamos refiriendo a al “gobierno de los mejores”, sino a la idea de que en la vida es posible mejorar mediante el esfuerzo y el talento.
Podríamos decir que hubiese dos posturas extremas encontradas en referencia a esta última acepción: por un lado, están los que devalúan el concepto: para ellos la meritocracia es un timo, da igual lo que te esfuerces porque el que es pobre se morirá siendo pobre, el que no ha heredado de los padres, por mucho que se esfuerce, no podrá ascender ni económica ni socialmente. Por el otro lado, están los que idealizan el concepto. La mejor imagen es la clásica historia del chico que empieza en la empresa como botones, y después de mucho esfuerzo, termina siendo el jefe de la misma. Para estas personas, el esfuerzo, el talento y el trabajo duro, siempre tendrán su recompensa.
Ambas posturas pecan de lo mismo: de ser extremistas; sin embargo, esto no quiere decir que ambas no tengan algo de verdad. Como diría Aristóteles: “en el término medio está la virtud”. Pregúntate algo: todo lo que has conseguido en tu vida —el capital acumulado, tu puesto de trabajo, tu casa (ya sea en propiedad o en alquiler)— ¿te vino dado por los azares de la vida o realmente tú tienes algo de mérito en todo eso?
El problema de la meritocracia es que la utilizamos para compararnos con los que más tienen. La comparación ha de ser utilizada de una manera justa, y no es justo que uno se compare a sí mismo con personas multimillonarias. Si alguien empieza a jugar a baloncesto, no puede compararse con Michael Jordan, tiene que compararme con la gente que está a su nivel. Pero, sobre todo, uno ha de compararse con su “yo” del pasado (de hecho esta debería ser la única comparación). Uno debe mirarse a sí mismo y preguntarse: ¿soy mejor en esto de lo que era ayer? ¿He evolucionado? Y si uno se esfuerza en la dirección adecuada (cuidado, porque esforzarse en la dirección equivocada puede conllevar a seguir igual o incluso empeorar la situación) difícil es que uno, con paciencia, no pueda ver una mejora en sí mismo en cualquier área de la vida. Pero si nos ponemos como meta ser Amancio Ortega o pasar de botones a jefe de la empresa, lógicamente, nos frustraremos y pensaremos que la meritocracia son los padres.
Por otro lado, no pretendo dar a entender que si las personas no evolucionan eso es porque no se esfuerzan lo suficiente. Como diría Íñigo Errejón:
Ha dicho un diputado de la derecha que la igualdad en una sociedad libre es imposible porque tenemos talentos y esfuerzos diferentes. Hay que tener la cara muy dura, porque esto lo que significa es que los ricos lo son porque se esfuerzan más y tienen más talento y los pobres son pobres porque se esfuerzan menos o porque tienen menos talento.
La postura que sostiene una meritocracia idealizada sostendrá que, efectivamente, los ricos son ricos porque se esfuerzan y tienen talento y los pobres son pobres porque no lo hacen. Sostener esto, efectivamente, es tener la cara muy dura, pero igual de dura es la cara del que sostiene el argumento de la meritocracia devaluada: “la responsabilidad de mi fracaso nunca dependerá de mí, sino de las circunstancias”. En psicología se utiliza el término locus de control para hacer referencia al grado en que las personas sienten que tienen el control de lo que ocurre en sus vidas. Los dos extremos de locus de control son interno y externo. El locus de control interno sería:
La percepción del sujeto de que los eventos ocurren principalmente como efecto de sus propias acciones, es decir, la percepción de que él mismo controla su vida. Tal persona valora positivamente el esfuerzo, la habilidad y responsabilidad personal.
El locus de control externo sería:
La percepción del sujeto de que los eventos ocurren como resultado del azar, el destino, la suerte o el poder y decisiones de otros. Así, el LC externo es la percepción de que los eventos no tienen relación con el propio desempeño, es decir, que los eventos no pueden ser controlados por esfuerzo y dedicación propia. Tal persona se caracteriza por atribuir méritos y responsabilidades principalmente a otras personas.
La escala de medición de Rotter establece diferencias entre las características personales de los individuos que se inclinan hacia un polo o hacia el otro. Hacia el polo del locus de control interno:
· Es más probable que asuman la responsabilidad de sus acciones
· Tienden a estar menos influenciados por las opiniones de otras personas
· A menudo se desempeñan mejor en las tareas cuando se les permite trabajar a su propio ritmo
· Por lo general, tiene un fuerte sentido de autoeficacia
· Tienden a trabajar duro para lograr las cosas que quieren
· Se sienten seguros frente a los desafíos
· Tienden a ser físicamente más saludables
· Informan ser más feliz y más independientes
· A menudo lograr un mayor éxito en el lugar de trabajo
Hacia el polo del locus de control externo:
· Culpan a las fuerzas externas por sus circunstancias
· Cualquier posibilidad de éxito se basa en la suerte
· No creen que pueden cambiar su situación mediante sus propios esfuerzos
· Se sienten desesperanzados o incapaces de afrontar situaciones difíciles
· Son más propensos a experimentar impotencia aprendida
La pregunta aquí sería si las características prototípicas de los individuos con un locus de control externo (y viceversa) vienen dadas porque las circunstancias externas y la imposibilidad de mejorar son tan reales que les han obligado a pensar y sentir de esta manera, o bien porque, esta forma de pensar y sentir tan negativa, al margen de las circunstancias externas, les lleva, como la profecía que se autocumple, a no poder mejorar. Supongamos que un equipo de fútbol —incluso con la injusta circunstancia de empezar perdiendo un partido 2 a 0—, pensase que es imposible ganar ese partido, que no hay nada que hacer. ¿Realmente creemos que ese equipo tendrá posibilidades de ganar el partido, o realmente esa actitud pesimista y victimizante, más allá de que puedan tener razón en sus reclamos y en sus percepciones de injusticia, les está dificultando a la hora de afrontar la situación? En otras palabras, no se trata de mirar hacia un lado y querer obviar que el equipo contrario empezó con una ventaja, sino que se trata de pensar: “a pesar de esa ventaja, ¿qué actitud debo tomar yo?”. Podría ser que este equipo, aun perdiendo 2-0 remontase el partido y terminase ganando, y esto sería por sus propios méritos, de hecho, tendría mucho más mérito que si el partido hubiese empezado en igualdad de condiciones.
En definitiva, cuando alguien no evoluciona (o no evoluciona lo que a él le gustaría) deberemos fijarnos cuánto de responsabilidad es de él y cuánto es del sistema, el ambiente, o las circunstancias. Averiguar la responsabilidad de uno (cuánto se está esforzando, si se está esforzando en la dirección adecuada, si se ha puesto unos objetivos demasiado elevados…) es de una importancia capital porque, en última instancia, lo único que podemos controlar verdaderamente es lo que hacemos nosotros. El sistema, por muy injusto que nos parezca, no lo podremos cambiar como a nosotros nos gustaría, por lo menos no de una manera directa. Si yo averiguo qué es en lo que estoy fallando, tengo el poder de cambiarlo, pero si yo averiguo (o creo averiguar) lo que está fallando en el sistema, cambiar eso no es tan sencillo y puede ser un gran foco de frustración porque también depende de las acciones de los demás.
No pretendo dar el típico sermón de la psicología positiva. Creo que uno sí que tiene el poder de cambiar las conductas de los demás, porque nuestras conductas no suceden en el vacío, sino que están influidas por las conductas de otros, de manera que, como diría Paul Watzlawick: “todo acto de comunicación es un acto de influencia”. De modo que, aunque sea a una pequeñísima escala, uno “puede cambiar el mundo”. El solo hecho de que estés leyendo esto, te está influyendo de algún modo, y en función de cómo esté redactando este texto, te “puedo conducir” (o puedo intentarlo) en una dirección o en otra. Esto se ve muy bien en las discusiones de pareja, en donde basta que uno de los dos adopte una postura diferente a la habitual para que la discusión se apague. Al fin y al cabo en las discusiones siempre suele haber una especie de escalada, donde el uno intenta imponerse al otro. Cualquiera de los dos que corte con esta actitud, conllevará, inexorablemente, a la disolución de la discusión. El problema es que nosotros desearíamos que fuese el otro el que tomase las riendas de la acción positiva, y eso no lo podemos controlar. Lo único que podemos controlar son nuestras acciones. No me parece mal el hecho de intentar cambiar las circunstancias que nos rodean, pero el control que tengamos a gran escala nunca será comparable con el control que tengamos sobre nosotros mismos. El inconformismo con el sistema es síntoma de inteligencia, pero el excesivo inconformismo con el sistema puede ser síntoma de locura, debido a que uno ha de intentar cabalgar entre ser sanamente inconformista y sanamente adaptativo. La persona que es inconformista con absolutamente todo, tiene un problema, y la persona que se adapta a absolutamente todo, tiene otro. Podríamos decir que un “inconformista adaptativo” es el mejor de los formatos, pues sabe qué batallas merece la pena pelear, en qué momentos y con qué intensidad, y sabe a qué circunstancias es mejor adaptarse y no luchar contra ellas.
Por otro lado, si la visión de la meritocracia devaluada fuese cierta, entonces ¿qué sentido tendría esforzarse en la vida? Cuando uno se esfuerza en la vida, lo hace para mejorarse a sí mismo. Por otro lado, si la visión de la meritocracia idealizada fuese cierta, entonces todos podríamos ser Amancio Ortega; sin embargo, esto no es cierto, porque para ser Amancio Ortega no solamente hace falta ser alguien que se esfuerce, sino que se han de dar una serie de circunstancias que nosotros no podemos controlar (ser hijo de…, tener dinero, tener contactos…). Es decir, para ser el dueño de Inditex sí es condición necesaria el esfuerzo, pero no es condición suficiente. Por eso, me gustaría subrayar, que no todo rico lo es a pesar de no haberse esforzado y ser un vago, sino al contrario, el hecho de haberse esforzado, junto con otra serie de factores que no poseemos el resto, probablemente, haya dado lugar a su riqueza, o, si ha sido heredada, al mantenimiento de la misma, porque las riquezas igual que vienen se pueden ir. Por ejemplo, ahora que Marta Ortega es la nueva presidenta de Inditex —que todos sabemos que el hecho de ser la hija de Amancio es un grandísimo empuje para llegar a serlo— la pondrá a prueba para ver si realmente es una persona que está capacitada y con esfuerzo y habilidad consigue mantener el buen rumbo del imperio de su padre, o bien es una persona que no sabe hacer la “o” con un canuto, que fue puesta a dedo simplemente por ser hija de, y conduce a la empresa del padre a un decaimiento.
Otro ejemplo: si Marc Zuckerberg no hubiese estudiado en Harvard probablemente no hubiese desarrollado Facebook; sin embargo, no todo el mundo que estudia en Harvard termina desarrollando Facebook o una aplicación similar; es decir, que Zuckerberg, a pesar de ser un privilegiado que pudo estudiar en Harvard, pudo sacar el provecho que muchos otros no pudieron para poder crear Facebook. Ahí está el talento, la inteligencia y el esfuerzo. ¿Y qué pasa con aquellos que tienen inteligencia, esfuerzo y talento y no pueden ir a Harvard? Probablemente nunca llegarán a ser como Marc Zuckerberg, pero la buena noticia es que nadie necesita ser como él. Esta es una mala comparación. Si realmente eres una persona que tienes un gran talento, una gran inteligencia y te esfuerzas, creo que difícil es que no puedas mejorar en la vida y tener una vida digna; probablemente, nunca llegarás a poseer el capital de Bill Gates, pero es que no es necesario para poder vivir bien. Recuerdo a una actriz del Me too que denunció a un productor porque tuvo que acostarse con él para poder participar en una gran producción. Más allá de que el tipo me pueda parecer un cerdo, lo que percibí en el momento es que la chica no tenía vocación de actriz, sino vocación de estrella. Su queja no era: “yo me esfuerzo, tengo un gran talento y no puedo actuar ni tan si quiera en un modesto teatro”. Su queja era: “para salir en esta superproducción —en la que yo tanto anhelo salir—he tenido que pasar por el aro de tener que acostarme con el productor. Podría no haberlo hecho y obtener un papel en una película mediana, pero como anhelo tanto la fama, como tengo tanta vocación de estrella, decidí pasar por el aro”. Lo mismo les pasa muchos veces a los que devalúan la meritocracia al 100%: pareciese que tuviesen vocación de millonarios, porque siempre son a estos a quienes ponen de ejemplo.
Por ejemplo, continuando con Errejón, este cita en su Twitter lo siguiente:
Este tweet tiene, a mi juicio, dos “errores”: el primero es que solamente ha mostrado un país de todos los que el estudio expone. Aquí podemos ver otros gráficos de diferentes países que dibujan resultados diferentes:
Por otro lado, como dijimos, el hecho de que alguien herede no significa que mantener el patrimonio no suponga ningún esfuerzo ni ningún mérito. Pero, más allá de este hecho, el error fundamental para mí, esta en el título del estudio: “origen de la riqueza de los multimillonarios”. De nuevo, a no ser que digamos que cuanto más se enriquecen una serie de personas más nos empobrecemos el resto (debate en el que no entraré, pero que es muy discutible), creo que no es adecuado compararse con los multimillonarios. Entre otras razones porque, como decía Jordan Peterson, parece que el principio de Pareto es inevitable:
Si observas el número de personas que producen en un campo determinado, la raíz cuadrada del total de personas genera la mitad de la producción. Eso significad que si tienes 10 empleados, 3 hacen la mitad del trabajo, pero si tienes 10.000 empleados, 100 hacen la mitad del trabajo. Es una estadística bastante cruel. (…) La distribución de Pareto gobierna, por ejemplo, la distribución del dinero. Por lo que el 1% de la población tiene la mayor parte del dinero y el 10% de ese 1% posee casi todo ese dinero. Creo que las 100 personas más ricas del mundo tienen tanto dinero como los 2,5 millones más pobres. Y piensas, bueno, eso es algo terrible, y tal vez lo sea, pero lo que tienes que entender es que esa ley gobierna la distribución de la producción creativa en todos los campos creativos. Es como una ley natural. (…) Imagina lo que pasa cuando juegas al Monopoly (…) ¿Qué sucede cuando juegas? Una persona termina con todo el dinero y luego juegan de nuevo, ¿qué sucede? Una persona termina con todo el dinero. Es, en efecto, la consecuencia inevitable de múltiples intercambios que se llevan a cabo aleatoriamente. Así que si tomas a mil personas y las pones a jugar a un juego de intercambio, digamos que les das 100 dólares a cada uno o 10 dólares, que tienen que intercambiar con otra persona lanzando una moneda al aire, si yo gano me das un dólar, si tú ganas te doy un dólar. Si jugamos por suficiente tiempo, una persona terminará con todo el dinero y el resto terminará con cero. Asi que es una característica intrínseca de los sistema de producción creativa y nadie sabe qué hacer al respecto, porque el peligro es que todos los recursos terminen con una minoría de personas en la cima y una enorme sección de la población termine con cero. Pero culpar de eso a la naturaleza opresiva de algún sistema es subestimar radicalmente la complejidad del problema. Nadie sabe cómo mover recursos desde la minoría que controla casi todo hacia la mayoría que no tiene casi nada, de manera efectiva y consistente, ya que en la medida que bajas el dinero este tiende a volver a subir y eso es un gran problema.
Sea como sea, creo que el resumen que podríamos hacer de todo lo dicho hasta el momento es: ni la meritocracia es tan ideal como nos la pintan algunos, ni es tan falsa como nos la pintan otros. El esfuerzo (en la dirección correcta) siempre da sus frutos aunque nunca lleguemos a la cima, porque en la cima solo caben unos pocos.