En los últimos 5 años, redes sociales como Facebook, Instagram o Youtube han conseguido mejorar su capacidad de segmentación exponencialmente.
Este hecho, que al principio solo tenía un objetivo comercial, lleva ya un lustro provocando consecuencias mucho más graves. El pensamiento, la ideología, las creencias, se están desatomizando, homogenizando. Nuestra vida, la de las redes, en las que pasamos casi seis horas de nuestro tiempo libre (y subiendo) se convierte así en un microcosmos de personas con ideas afines a las nuestras. Incluso si estas son mentira. Las redes sociales crean así un círculo vicioso que retroalimenta tus opiniones, ya creas que el hombre nunca llegó a la luna o que el Holocausto es una patraña.
Esto no solo afecta a aquellos que no tienen la suficiente capacidad crítica como para poner en duda la información y acaban cayendo en dogmas extremistas. Nos afecta a todos, que acabamos convirtiéndonos en criaturas egocéntricas que chapoteamos en una charca social donde todo el mundo opina como nosotros y pervierte nuestra realidad de forma inevitable, clasificando a todos los que nos rodean en aquellos que están conmigo o que están contra mí. Las redes sociales están haciendo desaparecer los grises. Dentro de poco solo habrá blanco y negro, porque es más divertido, es más excitante, es menos trabajoso, es más instantáneo. Y es, también, mucho más peligroso.
Pero ese microcosmos también afecta a aquellos que no viven en él, en aquellos que no tienen redes, porque viven rodeados de personas intoxicadas por esa charca social, que influyen sobres sus vidas, de una forma u otra.
Me resultó inexplicable ver a la gente alucinar con “El dilema de las redes sociales” de Netflix, un documental que denuncia prácticas que, precisamente lleva a cabo la propia plataforma audiovisual de forma extrema . Hasta ese punto hemos llegado.
Orwell y Huxley plantearon un futuro en el que el Estado dirigiría la vida de los individuos a través de poderosos medios de control. Lo que ninguno de los dos autores adivinaron es que serían los medios de control los que, precisamente, tomarían el mando de los Estados. Facebook, Instagram, Tinder, Youtube…dirigen, de una forma u otra, más directa o indirecta, los designios de millones de individuos, creando una cultura completamente focalizada a la banalización de las luchas sociales, la homogenización de la idea del éxito y la felicidad o el culto a la apariencia. Hasta el amor está cambiando y los estudios de mercado de la propia plataforma demuestran que, desde el boom de las aplicaciones para encontrar pareja, los hábitos sentimentales están cambiando, produciéndose un alteración en la duración de las relaciones amorosas de los estadounidenses que, entre los menores de 40 años, se ha reducido hasta un 40% en los últimos 5 años. Es demencial.
La universidad de Berkeley hizo un estudio sobre las tendencias musicales en base a las letras y los acordes de las canciones. Las conclusiones eran claras: desde que surge internet, la música sufre la época dorada de la banalización. (“La cultura se ha convertido en un eterno revival”, Byung-Chul Han). Las canciones son cada vez más iguales, más parecidas. Por otro lado el cine vive en un eterno ciclo tóxico de melancolía. Los arquitectos hablan de una homogenización en el interiorismo de la mano de AirbNb, una plataforma que ha tenido consecuencias desastrosas en la homogenización de los barrios (qué maravillosa era la economía compartida) y para qué hablar de Amazon y el pequeño negocio. Poderosas multinacionales que provocan un efecto embudo a nivel cultural, logrando, en unos pocos años, lo que no logró la tan cacareada globalización, pero trascendiendo ampliamente a lo económico.
Internet ha traído avances indiscutibles y extraordinarios, también para la libertad, eso es indudable, pero también la ha restado a pasos agigantados desde una perspectiva económica y cultural. Antes se acometían conflictos bélicos en defensa de multinacionales o de un modelo de consumo, pero hoy, ¿quién quiere guerras teniendo un buscador o una red social?
Y lo peor de todo esto no es lo que aquí describo. Hay algo muchísimo más peligroso y más tóxico. La gran tragedia es que lo hemos aceptado sin rechistar, con una facilidad pasmosa. Caminamos hacia el más absoluto de los limbos vitales, quemando libertades e identidades en una gran pira de consumismo. Y no solo no hacemos nada, sino que colgamos esto en una red social, buscando no sabemos muy bien el qué.
Mientras los niveles de bienestar, calidad sanitaria y esperanza de vida siguen subiendo hasta niveles que hace 10 años creíamos imposibles, el consumo de antidepresivos y ansiolíticos (incremento en España del 200% en los últimos 20 años) es ya el gran negocio de la industria farmacéutica.
¿Hacia dónde estamos yendo? ¿Qué coño nos ha pasado?