Un gintonic en la cafetería del tanatorio

Casi todo el mundo se ha ido ya, es sábado noche y estoy demasiado despierto como para irme a casa. Veo como se van los últimos allegados. Necesito tomar algo.

En un tanatorio, una cafetería es siempre un concepto triste por muchas razones, cubre una necesidad un poco negra: la de tomarse algo en mitad del drama. Su carácter funcional y obligatorio no le resta nunca ni un ápice de patetismo, pero incluso dentro de todas las categorías de bares de tanatorio que puedan existir, este me resulta demasiado deprimente y por ello, fascinante.

Una barra con forma de ele y con varios cafés sin recoger, varias mesas y sillas desperdigadas y aún sucias, el ajado y grasiento linóleo lleno de servilletas usadas y palillos, un recogedor y una escoba con el palo desconchado apoyados en el extremo de la barra, la tele encendida con un programa local de variedades musicales, un poster del Albacete de Benito Floro amarilleado por la grasa y el paso del tiempo, una máquina tragaperras que parpadea de forma cíclica (¿quién coño iría a un tanatorio a jugar a la Cashline?) y ese olor característico que resulta de la pugna, siempre irresuelta, entre la fritanga y la bayeta con valor arqueológico, mojada en lejía Conejo.

Además de unas cuantas moscas que vuelan, ufanas, en catatónicos rectángulos, no hay ni un alma, solo un joven camarero alto y extremadamente delgado, como esos enterradores del oeste que salen en los comics de Lucky Luke. El tipo no se ha percatado de mi presencia y, con el dedo meñique, explora, ensimismado, el conducto auditivo de una de sus orejas buscando petróleo ceruminoso.

Carraspeo ligeramente para interrumpir la prospección y el tipo me mira con indiferencia, sin renunciar al guarro deleite. Me acerco a la barra y miro el género: tortilla de patatas sin cebolla y más seca que mis perspectivas para este sábado noche, ensaladilla rusa ligeramente oxidada y repleta de guisantes (horror), una montaña de magra con tomate coronada con lo que parece un pelo púbico y unas croquetas descuajeringadas que de abuela tienen solo la edad en la que fueron elaboradas.

Al acortar la distancia con el camarero, se abren ante mi todo un rosario de detalles. Ojos de un azul metálico inerte, metálico, desconfiados e inyectados en sangre, exoftálmicos, que parecen querer huir de esa horrorosa jeta, repleta de los recuerdos que dejó el acné juvenil. El pelo negro grueso y graso, escaso y clareado, con unas entradas incipientes y esas sempiternas patillas finas que llevan aquellos que no saben que 2002 se terminó hace 20 años. La boquita de piñón, con unos labios de una finura irreal que soportan el peso de dos gigantes paletas amarillentas y montadas, llenas de placa pegada a las blanquecinas encías que me enseña cuando sonríe gingivalmente. La posición de sus estrechos hombros acentúa su delgadez y lo predispone a una joroba segura dentro de una o dos décadas. De la camisa corta, llena de lamparones de grasa, sobresale un tatuaje muy chungo, con motivos élficos que recorren su fino bíceps hasta el antebrazo, dibujando lo que parece un dragón, cuya cabeza reposa tapada parcialmente por una pulsera que lleva en la muñeca, con los colores de nuestra bandera.

Para evitar el contacto ocular miro detrás de él y compruebo, con sorpresa, la enorme variedad de bebidas de alta graduación. Hay hasta ginebras premium. ¿Quién va a un tanatorio a tomarse un gin tonic? ¿Y uno de alto copete? Coño, menudo reto.

-¿Qué va a tomar el caballero? Aunque sea de noche, tenemos menú y también puedo prepararle un bocadillo - pese a estar a unos dos metros de él, me llega de las profundidades de su tubo digestivo un aroma a moscatel rancio mezclado con un olor a sobaca decimonónica que casi me tumba.

-¿Puede ponerme un gintonic de Martin Miller con mucho hielo, por favor?

-¿Un gintonic?

-Sí…

-¿Aquí?

-¿Cómo que aquí?

-Me va a disculpar usted, pero ¿quién se pide un gintonic en un tanatorio?

-Pues mire, esta noche, yo…

-No quería ofenderle…

-Pero si tiene más de 15 ginebras diferentes detrás de usted. ¿Para qué las pone allí si no es para servirlas?

-No me interprete mal, pero resulta, no sé…un poco triste.

-¿A usted le pagan para dar opiniones o para servir?

-¿Tiene amigos?

-¿Amigos? Pues claro que tengo amigos…

-No sé, sale solo de un velatorio, a estas horas…¿tiene pareja?

-¿Y a usted qué coño le importa? Póngame el gintonic y métase en sus asuntos.

-Entiendo, no tiene pareja…¿familia al menos?

-Pero…

-¿No se estará refugiando en el alcohol para disipar esta soledad? Los sábados por la noche pueden ser muy jodidos si no tienes a nadie…

-¿Cómo se atreve? No voy a permitir que el camarero de un tanatorio…

-Oh por favor, no convierta su tristeza en clasismo. No le pega, caballero.

-Le pido disculpas, tiene razón, no quería decir eso…pero yo no estoy triste…

-Viene usted de un velatorio, ¿a quién ha perdido?

-No es de su incumbencia.

-¿No será de esos que vienen haciéndose pasar por un conocido lejano para buscar algo de compañía?

-¿Qué? ¿De qué habla?

-No sabe usted la cantidad de personas así que pasan por aquí…pero ninguna llega al nivel de pedir un gintonic en la cafetería de un tanatorio un sábado por la noche.

-Mire, yo mejor me voy porque…

-No, no tranquilo. Yo le pongo su gintonic. ¿Martin Miller me dijo?

-Sí…

-Además, esta la paga la casa…tal vez sea la última vez que se toma un gintonic en estas circunstancias.

-Muchas gracias- digo, mientras pego un trago al combinado, que está cargado de ginebra hasta la náusea.

-Insisto, ¿a quién ha perdido usted hoy?

La pregunta me irrita, pero no porque un extraño invada mi intimidad sino porque no lo recuerdo. ¿Quién ha muerto? ¿Por qué vine? ¿Cómo he podido olvidar algo así? Pego otro trago al gintonic, sin saber qué contestar.

-Discúlpeme un momento.

Me dirijo hacia la sala de velatorio número 1, eso lo recuerdo perfectamente. Es la única que está funcionando, estamos en agosto en Albacete y el tanatorio está completamente vacío. Con suerte, aún no se habrán llevado al muerto. Mientras bajo las escaleras trato de recordar…

¿Qué me pasa? ¿Cómo he podido olvidar quién es el fallecido? Dios, ¿y si ha muerto mi padre y lo he olvidado? ¿Un amigo tal vez? ¿Cómo puedo ser tan egoísta?

Al final del pasillo vislumbro el cartel de la sala 1. Le doy otro trago al gintonic y me dirijo, tembloroso, hacia ella. Las luces están apagadas, pero tintinean, al fondo de la sala, las velas eléctricas en el habitáculo acristalado donde descansa el ataúd abierto, confiriendo a la escena un aire aún más tétrico.

Dejo el gintonic en una de las mesitas de cristal, junto a un horroroso sofá estampado y me acerco al muerto con los ojos mirando al suelo.

Me pego al cristal y reúno, por fin, el valor suficiente para alzar la vista. No puede ser. Es imposible. Con una palidez absoluta, en un traje barato, sin corbata. Soy yo.

-¿Estaba a su gusto el Martin Miller?

Me doy la vuelta y ahí está junto a la puerta. El camarero. Su aspecto es más tétrico y mortecino que nunca. Su piel casi parece de cera.

-Estoy teniendo una pesadilla…

-Oh, dejémonos de tonterías.

Me dirijo hacia él, no sin antes recoger el gintonic y beberme de un trago lo que queda. Aguado ya, por el calor, sabe un poco mejor, menos fuerte.

-Supongo que nadie que se pida un gintonic en un tanatorio, merece ir al cielo.

-Es lo que llevas haciendo, todos los sábados, desde hace 12 años, Daniel.

-¿Cómo sabes mi nombre?

-Tenemos que irnos.