Todavía vamos por marzo y este 2022 parece haber venido con una chistera cargada de avisos, augurios y sorpresas. Sale uno a la calle y ve un amanecer rojo que te obliga a preguntarte de qué lado vendrá la nube. Ojalá sea del Sur y sea sólo calima sahariana. Ojalá no venga del Este y sea algo peor.
Las cartas parecen haberse repartido para una partida postpandemia que preferiríamos no jugar, pero que aquí está. Porque lo cierto, amigos, es que yo a lo que temo de verdad es al frío sahariano y al polvo siberiano.
Temo que a medida que pasen las semanas y los meses, la imposibilidad para exporta trigo ruso y ucraniano desestabilice a los países del Norte de África, que son los principales importadores de alimentos en esta región. Temo que la ausencia de los millones de toneladas de alimentos importados que consumen países como Egipto, Túnez y Argelia, generen una enorme hola de revueltas que conduzcan a más guerras y más cerca. Ese es el frío sahariano: el del hambre. Temo que se extienda en la otra orilla del mediterráneo lo que ya estoy viendo en mi entorno rural: agricultores que, en la época de la siembra no están sembrando, porque no pueden pagar los fertilizantes y porque el precio de gasóleo hace inviable sacar el tractor del cobertizo. No es un temor: es un hecho. Ya está pasando. Los cereales se siembran por esa época, con los costes de este momento, y el precio que tendrán a en el momento de la cosecha son desconocidos. El riesgo es demasiado elevado para los raídos bolsillos de muchos labradores, que han decidido quedarse en casa y aguantar. O emigrar directamente a alguna ciudad de Metro, carril bici y patinete.
El polvo siberiano es el miedo, el que ya pasamos todos, el que nos hace temer que la guerra se prolongue, o se extienda, o se ramifique con la ayuda militar de Occidente a los ucranianos y de China a los rusos. Si la guerra se prolonga comprobaremos lo que pasa en un mundo globalizado, con cadenas de producción "just in time" tensionadas yo rotas por culpa del eslabón más insospechado. Si un camión se queda en su cochera da igual si lo hace porque el conductor no le ve sentido a conducirlo que si es por falta de combustible, lubricante o de neumáticos. Se quedará ahí, en callado, y encallada quedará la mercancía que transportaba. Las pequeñas psicosis del aceite de girasol y los macarrones son sólo símbolos, pequeños banderines indicadores de dónde está el miedo de la gente, como aquel papel higiénico que se acaparaba en la pandemia y que no era sólo papel, sino también y sobre todo angustia de preso preventivo, aún sin sentencia.
Habrá signos en el cielo, decía el Apocalipsis. Bueno, pues ahora somos mucho más laicos y prosaicos y buscamos los signos en las gasolineras y los supermercados. Pero el diagnóstico no varía. Ahí están los signos. Ahí el frío sahariano y el polvo siberiano.