Si por algo se distingue el ser humano es por su arrogancia.
Vivimos en un mundo en el que toda persona parece tener la obligación de opinar sobre cualquier cosa y posicionarse ante las innumerables polémicas, naturales o interesadas, con las cuales los medios de comunicación nos atiborran diariamente. Ante esa necesidad, muchos se creen capacitados para ejercer ese rol, porque son personas cultas, debido a que disponen de un título universitario que así lo acredita. Qué equivocados estamos.
En la cultura occidental -ya global- se ha convertido en un tópico hablar de lo sorprendente que resulta que ciertas corrientes ideológicas o fenómenos sociales se desarrollen en sociedades avanzadas y, por lo tanto, cultas. Todos habremos leído lo irracional que resulta que el nazismo se pudiese reproducir en una sociedad tan culta como la alemana de los años 30, puesto que era uno de los países más industrializados, técnicamente más punteros y con estándares educativos más avanzados del planeta. De ese modo, traemos a la mente el cliché del oficial de las SS que habla varios idiomas, cita a filósofos y toca el piano pero que es, básicamente, un hijo de puta con balcones a la calle. A esta imagen asociamos la pregunta retórica tradicional ¿cómo es posible que personas tan cultas sean capaces de cometer semejantes aberraciones? La respuesta, como ocurre en multitud de ocasiones, es que no se puede responder de forma satisfactoria a una pregunta que está mal planteada y ya es absurda per se. En otras palabras, hemos construido un falso mito en torno a lo que es una persona culta.
Vivimos en unos sistemas supuestamente democráticos en los cuales se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes tras un análisis racional de la realidad. Es, por tanto, necesario que esos ciudadanos sean personas cultas, es decir, con la suficiente capacidad intelectual para tomar las decisiones correctas que afecten a los asuntos públicos, pues de otra forma es evidente que dicho sistema no puede funcionar de forma satisfactoria. Ocurre, sin embargo, que los ciudadanos asocian el concepto de ser personas cultas a ser personas educadas, es decir, que han completado distintos niveles educativos con éxito. De ese modo, alguien con un grado en farmacia y un master, que hable razonablemente bien en inglés, es una persona culta, siendo percibida como tal por sus semejantes y por sí mismo. Ese ciudadano considera, en base a esa cualificación, que está capacitado para opinar sobre los distintos asuntos que conforman eso que denominamos opinión pública. Su opinión sobre el sistema fiscal idóneo en su país es considerada más respetable que la de su vecino, encofrador de profesión, a pesar de que ambos han recibido la misma formación en cuestiones económicas, es decir, ninguna. Dicho graduado también se considera cualificado para opinar sobre el cambio climático, la inmigración, la marcha de Messi del Barça, o la literatura rusa de entreguerras.
Supongamos, además, que a nuestro amigo farmacéutico le va razonablemente bien en la vida. Es una persona de éxito con un poder económico razonable ya que regenta la farmacia heredada de sus padres. En ese caso, al hecho de ser una persona con carrera, se le suma el plus de ser una persona a la que le va bien. Sus opiniones ya no son solo las de una persona culta, sino las de una persona exitosa, por lo cual sus posiciones sobre temas que desconoce por completo están aún más auto-valoradas.
Considero que el problema reside en que seguimos alimentando el mito de que una persona es culta cuando lo que queremos decir es que está técnicamente cualificada en un área concreta. Es por ello que saber tocar el piano no te inmuniza contra el totalitarismo. Lo realmente sorprendente es cómo nos hemos convencido de lo contrario.