Al fin, cuando se agravó el conflicto, el gobierno tuvo que zanjarlo imponiendo un determinado acuerdo entre patronos y obreros socialistas. Los sindicatos se negaron entonces a aceptarlo y al día siguiente, al reanudarse el trabajo, ametrallaron a la entrada de las obras a sus camaradas socialistas que se presentaban para trabajar. Estos, aterrorizados, se negaron de nuevo a trabajar y el conflicto se prolongó, quedando los revolucionarios extremistas como dueños absolutos del movimiento y de la calle, habiendo reducido a la impotencia estratégica a los republicanos, sus aliados electorales.
¿Cómo logararon soportar los obreros y la capital de la República las consecuencias de esa huelga interminable? Al haberse impuesto definitivamente métodos anarquistas, desde la mitad de mayo hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés, negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos manifestaban su intención de reclamar ayuda a la policía. Las mujeres de los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revolver. Además, incluso en pleno día y hasta en el centro de la ciudad, los pequeños comercios eran saqueados y se llevaban el género amenazando con revólver a los comerciantes que protestaban. (...)
Por orden de los sindicalistas la huelga se extendió a los mecánicos que reparaban ascensores. Éstos fueron inmovilizados en todas las casas, incluso destrozados por los huelguistas, y mientras tanto los habitantes de Madrid tuvieron que subir a pie sus escaleras.
¡La guinda de ese encantador caos la constituían cinco o seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en construcción para hacerlos saltar por los aires!
En otro orden de cosas, se recuerda lo sucedido el día siguiente del triunfo del Frente Popular. El gobierno, espantado, temiéndose una revuelta, se apresuró a transferir el poder a los vencedores incluso antes de que el Parlamento se hubiese reunido. Los vencedores, no menos asustados, se saltaron las etapas y convocaron la Comisión permanente de las Cortes para solicitar el acuerdo de amnistía para los sublevados de Asturias de 1934. Al mismo tiempo, y por decreto, el nuevo gobierno devolvía a los antiguos sublevados los puestos que ocupaban anteriormente, tanto en la administración como en las empresas privadas.
Esperaba de esta forma detener la furia revolucionaria desatada por sus propios aliados.
Y la oposición, que hoy se encuentra junto a los alzados y que acusó al Frente Popular de aquellas prisas, no está limpia de toda culpa ya que sus representantes en la Comisión Permanente de las Cortes votaron también a favor de la amnistía, dando así satisfacción a las exigencias de la calle. ¿Podían actuar de otro modo? Quizás no. Pero debemos hacer constar que de todas las fuerzas políticas, tanto dentro como fuera del Frente Popular, fue el anarco-sindicalismo el que arrastró a las demás. El espantapájaros de la anarquía callejera siempre se salió con la suya, sin que los que de este modo cedían obtuviesen la deseada tregua ya que cada éxito, lejos de calmar a los extremistas, los animaba.