Procura responder con sinceridad a estas preguntas, por extrañas que puedan parecerte:
¿Escogerías a un abogado que se sacó la mitad de su carrera de Derecho en 6 meses para llevar tu demanda de divorcio?
¿Qué dirías a un amigo que, en una barra de bar, te acusa de vivir del Estado porque llevas dos años sin encontrar trabajo, mientras él trabaja en una fundación pública sin actividad conocida y cobrando un pastizal?
¿Contratarías a una persona cuya única experiencia es ser Comunnity Manager de un perro? ¿Serías amigo de alguien que se paseaba por un barrio céntrico de Madrid atropellando coches con su Mercedes, triplicando la tasa de alcoholemia?
¿Escogerías como gestor de tus cuentas a alguien que usó el dinero que una comunidad destinaba a las ONGs para hacer sobornos?
¿Contratarías los servicios de un arquitecto que realmente no tiene título o de un registrador de la propiedad que estuvo 10 años cobrando sobornos en negro? ¿Qué pensarías de alguien que critica con fiereza la corrupción y luego se marcha a trabajar a ese lugar donde se comete?
¿Tendrías una relación con una persona que plagió su tesis doctoral? ¿Dejarías dinero a alguien que roba cremas en un supermercado? ¿Qué pensarías de tu abuela si atropellase a un policía por las calles de tu ciudad y se diese a la fuga? (bueno, mejor olvida esa última)
Son varios los filósofos y sociólogos que han hablado del "sesgo del poder". Permitimos cosas inauditas a aquellos que manejan nuestras vidas de forma definitiva a través de la política, cosas que jamás toleraríamos a las personas que más amamos: un amigo, una madre, nuestra pareja. Este sesgo obedece al progresivo derrumbamiento de uno de los pilares esenciales de la educación: el desarrollo de la capacidad crítica. La ideología y la escala de valores pasan a un segundo plano cuando, ya no importa querer tener una vida y un futuro mejor, sino tener la razón.
Rompemos relaciones familiares o amorosas por cuestiones menos graves que las que cometen cualquiera de los que nos gobiernan. Es como si hubiésemos desarrollado una turbia cortina de indiferencia y aceptación frente a aquellos que manejan los resortes más esenciales de nuestras vidas.
La política de este nuevo siglo ha fortificado y elevado más que nunca sus torres de marfil en la que transcurren series de ficción protagonizadas por personajes más delirantes que nunca. Ficciones que son, desgraciadamente, muy reales y en las que tomamos partido por personajes por el solo hecho de que nos caen bien o porque nos identificamos con ellos.
Nos reímos con las coñitas en el Parlamento, hacemos chistes de corrupción, convertimos los muertos en bandera y, progresivamente y casi sin darnos cuenta, aceptamos barbaridades a los que nos dirigen que tan solo hace 10 años serían impensables. El nuevo fascismo ha entendido esto a la perfección. También el neoliberalismo.
Nos indignamos más por el final de Juego de Tronos que por las andanzas de esta panda de mediocres que firman los presupuestos y leyes que acotan nuestra existencia o que construyen el execrable porvenir que padecerán nuestros hijos y nietos.
No sé si tenemos los políticos que nos merecemos (a derecha e izquierda), pero si tengo algo claro: tenemos los políticos que nuestra indiferencia e hipocresía se merecen.