En la memoria de muchos españoles resuena aún el nombre del último ajusticiado de la historia de este país por garrote vil: el anarquista Salvador Puig Antich. Su familia removió cielo y tierra para salvarle. Desde medio mundo, incluidos el Papa, el partido demócrata estadounidense o el canciller alemán, llegaron peticiones de clemencia para Salvador que de nada sirvieron. Murió el 2 de marzo de 1974. El teléfono del despacho de Franco sonó durante toda la noche del 1 al 2 de marzo, sin resultado.
Pero son pocos los que conocen la historia del penúltimo ajusticiado y de su verdugo. Heinz Chez fue presentado ante la prensa como un mendigo polaco que asesinó a un guardia civil en el bar de un camping. Décadas después, se supo que su nombre real era Georg Michael Welzel (por cierto, Arcadi Espada robó el trabajo de un periodista valenciano para erigirse en el descubridor de la auténtica identidad de Welzel). Se descubrió también que era un alemán que huía de la Stasi y no un mendigo polaco y que su juicio fue de los más irregulares que han tenido lugar en los últimos 20 años del franquismo. Parte de las actas del juicio desaparecieron misteriosamente como se pudo constatar días después del juicio, en un extraño despiste en el traslado de los documentos. Lo que queda no puede investigarse, pues sigue protegido por la Ley de Secretos Oficiales (ley promulgada por un dictador y que no tiene sentido más de 40 años después de la muerte de Franco).
A través de Interpol, la policía franquista supo, antes de llevar a juicio a Welzel, que no era polaco sino alemán, pero Welzel, transformado en Chez, era el chivo expiatorio perfecto: un delincuente común de un país, Polonia, con el que el franquismo no tenía relaciones (de haberse sabido que era alemán, el franquismo no habría podido ejecutarlo sin graves consecuencias diplomáticas) y que permitía igualar la ejecución con la de Puig Antich, intentando quitar a las dos todo tinte político y presentando a los ejecutados como delincuentes comunes. Esto permitió también evitar el fusilamiento, que era la forma de ajusticiamiento común para los crímenes con tintes militares (Antich debió ser ajusticiado así) y propició el uso del garrote vil, un método cruel y a menudo lento e ineficaz.
Con este objetivo, se manipuló burdamente la foto de Welzel, poniéndole barba y pelo largo y presentándola estratégicamente junto a la foto de Puig Antich en la portada de los diarios.
Pero detrás de la historia de Welzel hay otra subhistoria terrible. La de Jose Moreno Renomo, un comercial de libros que, para lograr unos ingresos extras, se colocó de verdugo en el año 72 pensando que nunca tendría que ejecutar a nadie, dada la caída de las sentencias de muerte que se había producido en el franquismo tras la tímida apertura del régimen en los 60.
Moreno ocultaba a su familia su profesión de verdugo y la primera y última vez que se vio reclamado por las autoridades para realizar una ejecución, le dijo a su mujer que se iba de viaje comercial.
El verdugo inexperto se presentó el día antes de la ejecución en la comisaría de Sevilla para viajar hasta Tarragona, donde llevaría a cabo la ejecución. Moreno presentaba claros síntomas de ansiedad y llegó a llorar frente al comisario jefe, confesando que el era un simple vendedor de libros, ya cerca de jubilarse, que jamás en su vida había llevado a cabo una ejecución y que él no podía matar a nadie y menos con garrote vil, un aparato espantoso y desconocido para él, que requería de pericia y experiencia para provocar una muerte lo más rápida posible. El comisario hizo oídos sordos y expuso a Moreno las consecuencias de no llevar a cabo la ejecución, entre las que se incluía la cárcel.
El viaje desde Sevilla a Tarragona, de más de medio día de duración, debió ser un auténtico infierno para un hombre que, de la noche a la mañana, se vio inmerso en la horrorosa misión de tener que matar a un hombre con un instrumento que jamás había utilizado.
Moreno llevó dos garrotes a la ejecución, de diferentes tamaños. Al no haber asistido a ninguna ejecución, solicitó ayuda al director de la prisión, que designó dos voluntarios a dedo para asistirlo. Uno de ellos intentó negarse, hecho por el cual recibió varios golpes. El otro voluntario lloraba. La escena fue dantesca, en presencia de un hombre con la cabeza tapada por un saco de papatas, atada a su cuello con cuerda de estraza.
Siendo todos novatos, el verdugo no advirtió la falta de un poste al que fijar las palomillas que sujetaban el garrote, habiendo de ajustar el anillo de hierro al cuello del reo mediante el uso de cuerda y saco. La operación de ajuste se llevó a cabo en presencia del reo que no paraba de gritar y llorar. La ejecución fue un auténtico espanto, tanto para el ajusticiado como para los testigos, necesitando el verdugo de tres intentos hasta acabar con la vida del reo, incluso recibiendo un golpe de uno de los carceleros, exasperado por la torpeza de Moreno. Así lo describe uno de los cinco testigos que hubo por ley, otro sufrió desmayos y dos necesitaron asistencia después de aquel espanto. Entre el segundo y el tercer intento, Moreno pidió por favor a los guardias armados que disparasen al reo, que él "se sentía incapaz de matar a este pobre hombre". Los guardias hicieron oídos sordos. A la tercera fue la vencida, aunque nunca se supo si el reo murió realmente de un paro cardiaco asociado al sufrimiento y la ansiedad o por el efecto de aquel viejo, oxidado y precario garrote.
Para mantener oculto aquel horror, el entonces comandante Francisco Muro, miembro del tribunal que lo condenó, impuso allí mismo la ley del silencio. El verdugo devolvió los garrotes al conserje de la Audiencia José Morillo, quien describe que uno de ellos aún llevaba restos de sangre, quedando el ejecutor en volver otro día a limpiarlo. Morillo guardó los instrumentos en los archivos de la Audiencia, donde aún permanecen. El sacerdote que asistió a la ejecución declaró en las cintas a las que tuvo acceso el documental 'El silencio de Georg' (2005) que, de las 9 que había presenciado, ninguna tan terrible y dantesca como la del alemán, con un verdugo sufriendo un ataque de pánico y un instrumental "oxidado, ineficaz e incompleto". Un auténtico horror.
El cuerpo de Georg Michael Welzel (Hans Chez) fue arrojado a una fosa común. Nadie lo reclamó. Hasta 1995, el ejército no permitió el acceso a los documentos no sensibles a la Ley de Secretos Oficiales. La madre y la hermana de Welzel no supieron de su muerte hasta 50 años después, a través del director del documental 'El silencio de Georg'.