Seis ascensores, tres a la izquierda, tres a la derecha. El panel superior en cada quicio de puerta indica la planta en la que la cabina se encuentra. La gente se detiene, mirando a la nada, esperando a que las puertas se abran para enfrentarse a sus temores.
El hospital tiene 13 plantas, mal número para los supersticiosos. Pasillos largos, luces blancas, tenues en algunas ocasiones. Carritos con material médico, medicinas, depósitos para deshechos. No se oye apenas un ruido, todo es asepsia. Te cruzas con una mujer en zapatillas de andar por casa hablando por el móvil, su brazo se agita como las aspas de los molinos del ingenioso hidalgo. Buscas la 1204, 12 de la planta y el 04 habitación. Según avanzas por el pasillo recuerdas que la planta 12 pertenece a cuidados paliativos, no quieres llegar, no quieres entrar, no quieres mirar. Al entrar, el silencio retumba por toda la habitación. El respirador rompe esa monotonía, las miradas están perdidas, al igual que la esperanza y los corazones. La cama está rodeada por familiares, esposa, hijos, hermanas. De repente abre los ojos y clava su mirada en mí. Se hiela mi sangre, busca en mí el aliento que le falta, levanta el brazo, inmóvil soy incapaz de reaccionar, mi rostro refleja el pánico de ver a alguien a punto de morir. Mi hermana me agarra la mano, yo le devuelvo el apretón, pero multiplicado por diez.
La pared recoge mi espalda, pero como si de un tobogán se tratase, empieza a caer a plomo. Me siento en el suelo, mi mirada está perdida, mirando al infinito, intentando asimilar que una vida se acaba, una amiga se acerca, se sienta a mi lado, me abraza, ambos miramos al suelo. Una enfermera pasa y nos indica que allí no se puede estar sentad. Quizás la falta de empatía de aquella mujer le pasase factura en algún momento de su vida, o sólo cumplía las normas, pero las normas de vez en cuando hay que romperlas.
En la silla, su mujer, que lo fue, durante toda la vida, en las buenas y en las malas ocasiones, sabe que el final se aproxima y no quiere despegarse del que fue su amor, su luz, a veces oscura. Su cara refleja el cansancio de pasar noche tras noche en una silla de respaldo alto, no le duele el cuerpo, no siente dolor físico, siente un dolor difícil de describir, cuando ves que el que fue tu otra mitad está en la puerta de entrada a la otra vida, si es que esta existe.
Sobre las 22:30 el semáforo cambia a rojo, y nos paramos en el cruce. La conversación es superficial, sin apenas interés, el teléfono suena, el silencio vuelve a ensordecer el habitáculo, la cara cambia, el color desaparece; no me digas eso. Gira la cabeza; se ha muerto. Entro en la glorieta, cambio de sentido y de vuelta al hospital, esta vez igual no es en la planta 12.
De nuevo frente a los seis ascensores. No quieres entrar, no quieres repetir la liturgia de hace un par de horas. El ascensor se abre y el panorama es desolador. Su mujer en una silla de plástico, rota, llorando, no tiene lágrimas que enjuaguen su pena, de otra mi hermana se abraza a mi acompañante, su marido, se ha ido, se ha ido, no deja de repetir, la pena inunda mi alma, abrazo a mi hermana y mi cuñado, ellos lloran, yo no puedo, intento ser la serenidad ante la tragedia, abrazo a mi madre, se derrumba, no sé quién más había, no importa, él o ella estaba sumido en la misma pena que nosotros.
Los trámites, la funeraria, el certificado de defunción, el entierro, es necesario el DNI, está en casa, hay que ir a por el. Nadie hace ademán de moverse, voy yo. De nuevo a los ascensores, al garaje, al coche. Un enorme vacío se apoderó de mí al abrir la puerta, en el mueble estaba su cartera, busco el DNI, aquí no está, aparece en el segundo compartimento, lo saco, miro su foto, por un momento su presencia se siente, mis dedos acarician su fotografía, leo su nombre, como si no lo supiese, mi mirada se clava en la fotografía. Sóla, en medio del salón, su recuerdo y yo, juntos por última vez.
El resto es algo que mi alma ha mando a lo más profundo de mi mente, recuerdos vagos, tíos y tías llorando la pérdida del que fue su hermano o su cuñado. Gente que ves, pero no sabes quienes son, idas y venidas al bar del tanatorio. Un último adiós frente al cristal, el último y también el primer te quiero, las lágrimas recorren mi cara, mi novio llora conmigo. Mi hermana se despide con un beso en el ataúd, yo sujeto a mi madre, ambas lloramos. Una cortina tapa al que fue mi padre, dentro de aquella caja de madera que en unos instantes se convertirían en ceniza, al igual que un pedazo de nuestra alma. Al menos, tendrá algo nuestro para la eternidad.