Cantos de sirena de un coche patrulla (6)

V

DIEGO JUSTEL

De todas las entrevistas que me han hecho esta es la más rara. Si llego a saber que venía usted a preguntarme por mis tiempos en la policía y sobre aquella operación, seguramente le hubiese dicho a mi representante que lo despachase con cualquier excusa. Pero ya que está aquí, y me asegura que los demás han contado su versión, le cuento la mía. Al fin y al cabo Sting también fue policía, ¿no?, o sea que no hay nada de qué avergonzarse, y le aseguro que tampoco nada que ocultar.

Sé de sobra que fui yo el que quedó mal con ellos, y prefiero no ponerme a imaginar lo que le habrán dicho, pero no tengo nada que callar. Mientras fui policía mantuve impecable mi hoja de servicios, y cuando lo dejé, lo dejé de cara y por el camino del medio. Si le han dicho que me fui después de una traición le han mentido. 

Pero de eso ya hablaremos luego, ya que veo en su cara que algo así le ha llegado. Preferirá, supongo, que empecemos por el principio.

El comisario Martínez nos llamó una mañana a primera hora, a eso de las nueve. Cuando te llamaba el comisario significaba que te iba a caer algo especial, fuera de la rutina, y los trabajos especiales en la policía no suelen consistir en ir a divertir críos en un cumpleaños, así que allí nos presentamos los tres un poco preocupados, con la esperanza de que no fuese algo que pudiera acabar a tiros. Porque en l policía hay que medir el trabajo cotidiano con otro rasero: allí, un trabajo rutinario puede pasar por esperar a que unos traficantes se intercambien la mercancía y detenerlos con las manos en la masa; el detalle especial es que esa gente puede sacar una ametralladora en cualquier momento, pero eso se da por descontado. Si no te gusta la violencia, echa el currículum en una guardería, nos decía el instructor en la academia.

Yo no era capaz de imaginar qué clase de operativo podía juntarnos a tres personas tan distintas como Cristina Salcedo, Olite y yo, y así se lo planteé a los otros con todo el tacto que pude. ¿Por qué nos llamarán a nosotros tres a la vez? No es que hubiésemos tenido ningún roce o nos llevásemos mal, pero creo que a cualquiera de nosotros, aunque no lo dijese, le hubiese gustado otra compañía.

Luego, en el despacho de Martínez, todo fue como lo cuenta usted, más o menos. Martínez intentaba parecer campechano haciéndose el gracioso y diciendo pequeñas inconveniencias, pero en el fondo era un jefe de la vieja escuela, de los que mantenían un escalón entre él y los subordinados, con la puñetera manía de que lo bajaba y lo subía cuando le daba la gana, mientras que los demás teníamos que seguir el ritmo que él marcase. En ese sentido, prefiero a los jefes más estrictos, los que son siempre serios y siempre jefes, sin intentar parecer amigos. Con Martínez tenías a veces la impresión de que te habían detenido en alguna redada y que estabas delante del poli bueno, que trataba de sonsacarte algo con su papel de tío enrollado que te comprende y está de tu parte.

Cuando nos enteramos de qué se trataba la misión, salimos del despacho intentando mantener el buen humor a pesar del marrón y buscamos algún anuncio sobre el tema de las promociones musicales. Salcedo llamó al primero que encontró, y el tío que se puso dijo que sí. 

Y creo que aquí está la clave de que la cosa saliera como salió: que el periódico era de hacía meses. Estoy seguro de que aquel ejemplar aquel tenía medio año por lo menos. Me acuerdo perfectamente de que el periódico del día lo tenía el subcomisario Parra y en vez de esperar a que terminase con él para cogerlo, le pedimos uno atrasado al camarero, porque Parra podía estar con el periódico otra media hora por lo menos. No he visto tío más vago en mi vida.

El camarero era un viejo gruñón con un nombre raro: Pidio, creo, o algo así, y recuerdo que buscó debajo de la barra el periódico del día anterior, pero como tampoco lo encontró, entró a la cocina y nos trajo uno todo arrugado y lleno de porquería.

Y esta tontería fue absolutamente clave, se lo repito, porque acabamos llamando a un tipo que seguramente había sido un estafador en su momento, pero que por alguna razón ya no lo era. Posiblemente le habían dado algún escarmiento, o había pensado que quizás se sacase más dinero llevando el negocio seriamente hasta el final que desapareciendo después de grabar el disco. El caso es que a nosotros nos trató con total limpieza, y ahí fue donde descarrilaron los planes del comisario Martínez, que se fió de las apariencias.

Los errores fundamentales fueron dos, ya que hablamos del asunto: el primero, llamar a una anuncio de un periódico atrasado y pensar que el estafador es estafador toda la vida, porque el delito es parte de su naturaleza, como pueda serlo el color de ojos. El segundo, dar por hecho que nosotros, por ser policías, teníamos que ser inútiles para la música y que cualquiera que nos aceptase para iniciar una carrera musical tenía que ser necesariamente un timador. Martínez lo daba todo por hecho y eso, aunque a menudo pasa por seguridad y determinación, es otra forma de vagancia. A pesar de las apariencias, el comisario era un hombre muy limitado que veía el mundo como una serie de compartimentos estancos, donde los estafadores no podían ser empresarios, los policías no podían ser cantantes y los taxistas no podían ser poetas. Por eso, cuando en una ocasión la brigada de asuntos internos investigó a uno de sus hombres se puso de tan mal humor: más allá de cualquier ley, le parecía inconcebible que se pudiese ser policía y delincuente a la vez. Aquello no fue para él sólo una traición: fue casi el hundimiento de la bóveda celeste. ¿Me sigue? Así era el comisario.

Cuando acudimos a la cita con el representante llevábamos un par de canciones preparadas cada uno. Quizás hubiésemos debido ensayarlas antes de ir, pero ni nos lo planteamos. Fuimos allí completamente convencidos de que nos iba a aceptar, aunque cantásemos como orangutanes. Lo que sucedió, sin embargo, es que todos teníamos nuestro orgullo, y sobre todo nuestra vanidad, y nos esforzamos como no lo habíamos hecho en nuestra vida en otras misiones más importantes o más peligrosas. Puedo asegurarle que aquel primer día todo el mundo cantó lo mejor que sabía y dejó allí el alma.

Yo soy el primero en reconocer que hasta ese día sólo había cantado alguna vez en un karaoke, con amigos, y llevando encima un par de copas, pero aquella tarde, quizás por la compañía, sentí que si no lo hacía mejor que ellos me pondría en ridículo. Y ya que menciono el karaoke, ahí tiene la prueba: son millones los que creen que saben cantar y se atreven a intentarlo en público, porque la música, no sé por qué, excita el orgullo de la gente y toca más de cerca el ego que otras actividades artísticas. Hay egos descomunales en todas partes, pero como los de los cantantes y los de los actores, ninguno, puede creerme.

Esa fue la tercera para del fracaso de la operación Wonder: que nosotros tres no simpatizábamos entre nosotros. Nos tratábamos con cordialidad, intentábamos hacer agradable el tiempo que teníamos que pasar juntos, pero no nos apreciábamos realmente. De hecho, nunca quedamos los tres juntos a cenar algo o tomar unas copas después del trabajo, y eso hizo que aunque estuviésemos en el mismo bando, acabásemos compitiendo más que colaborando.   

Cantamos mal aquel día, pero no creo que Hardford, que es como se llamaba el agente, tuviese que fingir mucho esfuerzo para aceptarnos a los tres. Lo hicimos con ganas, con energía y con entusiasmo, y en el fondo, ahora que entiendo algo del asunto, lo hicimos con garra, que es lo que al público le gusta. Había muchas cosas que mejorar, pero la base la teníamos.

Por supuesto que luego llegaron los gastos de los que hablaba Martínez. ¿Pero qué gastos? Unos pocos cientos de euros en unas clases que verdaderamente lo valían, algo en vestuario y algo en comprar instrumentos de segunda mano, aunque sólo fuese para figurar. Olite incluso aprendió a tocar la guitarra, porque no le parecía serio estar en la música para perseguir un fraude y luego ponerle a su público música enlatada.

Olite era un animal, pero en el fondo me llegó a caer bien. Porque tenía una ética, una cualquiera, lejos de lo que comúnmente se cree que está bien o mal, o de lo que dicen los códigos legales incluso, pero una ética que llevaba a rajatabla. Si tenía que hacer un número con guitarra, aprendía a tocar la guitarra, aunque tuviese que practicar diez horas diarias. Si tenía que hacerse pasar por camello, vendía grifa en las esquinas un mes y se largaba a escape, como todos, cuando aparecía la policía, aunque a él le hubiese bastado dejarse coger y enseñar luego la placa. En otras cosas era un verdadero zoquete, de los que se ponen la boina a rosca y no ve más allá de sus narices, pero hay que reconocer que lo que tenía que hacer, lo hacía. Se lo curraba, y eso lo aprecio, a pesar de que hiciera lo que hizo. Pero de eso le hablo luego.

Ahora le estaba contando que hubo algunos gastos, sí, pero no suficientes ni lo bastante llamativos como para que Martínez pudiese pedir la orden de detención. Lo que hubo fue ensayos a mansalva, con Hardford y con un montón de gente, porque vinieron por lo menos veinte personas distintas a tocar con nosotros, o a dar su opinión sobre lo que hacíamos, o a corregirnos. Algunos no hablaban una palabra de castellano, pero de una manera o de otra nos hacían llegar sus sugerencias y todo lo acabábamos por tener en cuenta. Y la verdad es que para ser una banda de timadores entendían mucho de música; uno de ellos llegó, incluso, a hacerle unos cuantos arreglos a una canción para amoldarla mejor a nuestro tono de voz y escribía en el papel pautado de las partituras con la misma agilidad que usted y yo en una hoja cualquiera.

A Olite lo pusieron a cantar country por la voz, por el aspecto, y por algo a lo que Hardford lo llamaba la consistencia del personaje. Un cantante country no tiene sólo que cantar country, y tocar la guitarra, sino que su actitud toda tiene que encajar con el cliché del estilo, porque en nuestros días lo único rentable es crear un personaje total. A la cara de Olite le sentaban bien las camisas a cuadros y los sombreros tejanos y por eso, más que por su voz, tenía que cantar country. Además es el típico tío en el que parece normal escuchar frases como “mi amigo se largó con mi moto y estoy muy jodido porque tenía el depósito lleno.” A su cara y a su estilo le va la simpleza. 

Salcedo pasó mucho tiempo cantando canciones desgarradas, en plan romántico, pero creo que se le notaba que ni creía en el amor, ni tenía más romanticismo dentro que un torno de dentista. Si en vez de irse por el palo de Mocedades, Luz casal y Paloma san Basilio se hubiese ido a la ranchera, a lo Rocío Durcal, o incluso al guiño irónico, a lo mejor hubiese triunfado, pero así acabó pasándose al country y cantando a medias con Olite.

Y no sólo cantaban a medias. No contaron nunca nada, pero yo creo que estuvieron enrollados, aunque estaba claro que la cosa no tenía futuro. Cristina se conformaría con un tío como Olite mientras no le saliese nada mejor, pero en cuanto viese una posibilidad de utilizar la operación para dar un salto social, lo aprovecharía, como hizo al final, dejando aparte lo otro. En ese sentido siempre me dio un poco de pena Olite, que reventaba de ganas por contarlo, pero se callaba, mientras que ella no lo decía pero dejaba entrever la situación, para apuntarse el tanto cuando la cosa se acabase.

Por mi parte, empecé cantando música moderna y en eso he seguido siempre, anque dándole más peso a las coreografías y al baile en mis actuaciones. ¿Cómo demonios esperaba Martínez poder empapelar a Hardford por lo que me cobró por las clases de baile después de lo que aprendí? Yo no sabía poner un pie delante de otro, lo reconozco, y después de tres meses de trabajo podía participar en cualquier coreografía como uno más.

Así empecé, de hecho, en la tele: un bailarín de un grupo se lesionó y Hardford me propuso a la productora para sustituirlo. Me aceptaron y actué varias veces, aunque por lo visto nadie me reconoció o nadie vio uno de aquellos programas del sábado por la noche. Hice sólo tres o cuatro, pero me sirvió para ganar tablas y para conocer a alguna gente que me echó luego una mano.

Aunque todavía faltaba mucho para el desenlace, fue por entonces cuando empecé a plantearme dejar la policía y dedicarme sólo a la música y el espectáculo. Como la operación Wonder no avanzaba, Martínez nos fue asignando a todos otros trabajos, y a mí me calló en suerte uno relacionado con la pornografía infantil que me acabó de convencer de que se estaba mejor en cualquier sitio que en la policía. Y no porque mi trabajo como policía no fuese importante, porque le aseguro que perseguir a gente que abusa de niños motiva una barbaridad, demasiado incluso, sino para no tener que ver cierta clase de cosas. El mundo es una mierda y está lleno de mierda, ya lo sé, pero no hay necesidad por ello de meterse a pocero si puedes conseguir otra cosa. Y luego vino lo de aquel violador, el hijo de puta, con sus rollos sobre su hermano gemelo y lo mal que lo había pasado en la infancia, y lo difícil que iba a ser encontrar a su hermano, porque su madre se lo habría dado a alguien en adopción o lo habría abandonado en alguna parte. Hizo bien Salcedo en pegarle un tiro en los huevos cuando lo soltaron y lo volvimos a coger después de una nueva denuncia. Ella, por supuesto, juró entonces y jurará todavía hoy que fue un lamentable accidente, pero creo que le pegó el tiro a posta, porque ella era la que había tratado con las víctimas y la que se había tomado más a pecho la burla del hermano gemelo y la posterior absolución por falta de pruebas. Fue intencionado. Ya me contará usted cómo se le pega accidentalmente a alguien un tiro en los huevos mientras se trata de reducirlo si el tío no va armado con una navaja siquiera. Le iban a abrir expediente por eso cuando anunció que se marchaba de la policía, y la acusación por lesiones, o por imprudencia temeraria no llegó a concretarse, porque las asociaciones que se llaman a sí mismas de defensa de derechos ciudadanos y demás disfraces del anarquismo no vieron claro salir en defensa de un violador. Si le hubiese pegado un tiro accidentalmente a un etarra seguramente la habrían empapelado, pero por un violador no hay quien abra la boca.

En cuanto a lo de la pornografía infantil, que también tenía lo suyo, Martínez me dio a mí aquel trabajo porque estaba convencido de que si se lo daba a Olite se liaba a hostias con alguien y teníamos un jaleo, pero meterme a mí en semejante cosa en un momento en el que compatibilizaba el trabajo con el mundo de la diversión fue como decirme que lo mejor que podía hacer era largarme.

Olite era un tío violento, pero sabía administrar la violencia, o la amenaza de ella. Parte de su éxito como cantante country, porque le fue bien y aún mejor le hubiese ido si le hubiera dedicado más tiempo, era que daba esa sensación de fuerza del que es pacífico porque quiere y puede dejar de serlo en cualquier momento. Como el hombre tranquilo, de la película, para que se haga una idea. Yo creo que su mayor error fue empezar a salir con Salcedo. Eso, y considerar que era policía como el que es cojo de nacimiento, sin ver que existían otras posibilidades y que se puede dejar la placa y el arma con la misma facilidad con que uno se marcha de una empresa a otra.

Supongo que ya le habrán contado que al final de todo tuvo una pelea con el actual marido de Salcedo, que era el dueño del local donde cantaban. Estaban hablando del repertorio y el tío aquel se quiso hacer el gallito y le lanzó algún comentario sobre el fracaso de su relación con ella, algo así como “tú canta lo que quieras, pero a ella déjamela a mí, que soy el que la entiende”. Algo aparentemente inocente, pero con una alusión. Y de pronto se vio con la nariz rota y una rodilla en la espalda, por subnormal. Lo sé porque me lo contó un amigo de Olite, también policía, con el que estuve de compañero unas semanas antes de marcharme del Cuerpo. Aquel incidente casi le cuesta un expediente a Olite, y desde luego le costó que le cerrasen muchas puertas, porque el ambiente de los locales nocturnos es como la cocina de Al Capone, si me entiende.

Cristina no le trajo más que problemas, ya le digo. Necesitaba a toda costa recuperarse después del trauma del divorcio, porque su marido se había largado con otra dejándole una nota y doscientos euros para los recibos pendientes, y picoteaba aquí y allá para recuperar seguridad en sí misma, si es que la había tenido alguna vez. Estoy convencido de que de alguna manera lo malquistó conmigo, porque yo nunca tuve ningún problema con Olite y por alguna razón tuvo que denunciar él a mi batería, justo cuando estaba a punto de dar mi primer concierto importante.

Aquello fue una cochinada. Todo el mundo sabe que en ciertos ambientes se consumen drogas, y que hay conciertos en los que se pasan y se toman sustancias prohibidas. Todo el mundo sabe también que si en la música se tuviese que superar el control antidoping como en el deporte, no lo pasaban ni los tamborileros de aldea, que van hasta las cejas de vino tinto, así que no hacía falta saber nada en absoluto de la gente que tocaba para estar seguro de que si haces un registro en el camión vas a encontrar algo.

Y fue Olite, seguro. Porque, ¿quién iba a mandar a los de estupefacientes un sábado a los once de la noche?, ¿el juez de guardia? ¡Venga ya! Y precisamente los de estupefacientes, con los que Olite había trabajado tantas veces. Ella fue la que lo malquistó conmigo contándole no sé qué y Olite vino a por mí tratando de joderme aquel primer concierto de telonero de los Kalinka.

No sé qué rollos se traerían, pero una cosa está clara: yo triunfaba y ellos no. No era mejor que ellos, y quizás era incluso peor, pero el caso es que yo triunfaba mientras ellos seguían por los pubs y las verbenas de pueblo, viendo como todo el mundo esperaba a que acabasen para que empezaran de una vez las rumbas y los pasodobles. Me cuesta creer que fuese iniciativa de Olite, pero de que fue él quien lo ejecutó no admito discusión.

Aquel día tuve suerte y apareció otro batería justo a tiempo para empezar, y entonces me di cuenta de que alguna fuerza, no sé si superior o no, quería que yo siguiese cantando. No hace falta ser creyente para pensar de ese modo: cuando las cosas encajan solas más allá de lo que esperas es porque hay circunstancias que no conoces pero que te señalan el camino donde eres más competitivo, y hay más puntos a tu favor. Si vas en moto por la carretera y tienes una avería, es más fácil que lleves encima el teléfono de un taller, o que se pare un conocido a echarte una mano, si te mueves en el mundo de las motos que si no. Y al revés, también funciona: si llevas siempre encima los números de los talleres y conoces a mucha gente del mundo de la moto, seguro que te va bien si te pones a venderlas, o a organizar una carrera. Pues eso me sucedió a mí: detuvieron al batería y comprobé que tenía los recursos bastantes para dedicarme a la música con una posibilidad de éxito.

De lo del disco no voy a hablarle, si me lo permite. Se grabó, y punto. Le puedo decir solamente que un día Hardford me anunció que podíamos empezar a grabar el disco y yo le pregunté cuánto me costaría, porque sabía desde el principio que esa era la clave de la supuesta estafa. Cuando me respondió tranquilamente que nada, porque había encontrado un productor que ponía el dinero, perdí toda la desconfianza que me pudiese quedar y me empleé en cuerpo y alma en ensayar los temas de aquel álbum. De cómo se vendió el disco y de lo que eso supuso para mi carrera no hace falta que le cuente nada, porque lo sabe todo el mundo.

De lo que sí quiero hablarle es del incidente que me puso a mal con mis compañeros. Porque le aseguro, le juro por lo más sagrado que no fui yo quien dijo a Hardford que los tres éramos policías, y mucho menos le envié copia de nuestros carnés profesionales.

Cuando supe que me acusaban a mí me pareció fatal, pero luego, pensándolo tranquilamente he llegado a convencerme de que es lógico. Sin embargo, tengo mi propia versión de aquello. Cualquiera de nosotros pudo darle el soplo a Hardford, pero no pudo ser cualquiera el que le enviase las puñeteras copias de los carnés. Para lo último hace falta tener acceso a ellas, y aunque yo a veces andaba por los archivos, porque solía ocuparme de los temas de documentación, quien utilice esa idea para acusarme o es tonto o se lo hace, porque en los archivos no están los carnés de ningún agente. Para tener acceso a los carnés hay que conocer a alguien en el departamento de personal, y yo por allí no había pisado más de media docena de veces en cinco años.

La que sí iba por allí algunas veces, porque tenía una amiga que trabajaba en las oficinas, era Salcedo. Le dije antes que creo que fue ella la que puso a mal a Olite conmigo y le digo ahora que pienso que fue ella la que nos delató a Hardford, porque su nuevo novio se movía en el ambiente de la noche y no era precisamente el que podía presumir de negocios más transparentes. Sabía que yo iba a dejar la policía, y como planeaba dejarla ella también, quiso romper todos los lazos y alertar a la gente del mundo de la noche. O sea, hacerse amigos y aliados en su nuevo ambiente.

Fue Cristina Salcedo y lo hizo para complacer a su actual marido, con el punto de rebote de que encima me echaron la culpa a mí. O sea, una jugada maestra muy típica de una mujer como ella.

Y creo que no tengo nada más que decir. Esto fue lo que pasó en la operación Wonder. Así veo yo las cosas. No sé si tengo razón o no, y en realidad, si le soy sincero, tampoco me importa.