Cantos de sirena de un coche patrulla (2)

II

SEBASTIÁN OLITE

Así fue como empezó todo, sí. 

Lo de llamarle Operación Wonder supongo que surgió de una gracia de alguien del departamento, como casi todos los nombres de las operaciones policiales. Cuando se elige un nombre para un operativo se suele buscar uno que tenga doble significado: el de puertas afuera y el de consumo interno. Por ejemplo, hubo una operación contra la inmigración ilegal a la que se le llamó Operación Ensayo, y no tenía nada que ver con pruebas, experimentos ni laboratorios, sino con una jugada de rugby. Se le llamó Operación Ensayo porque Patada a Seguir le pareció inadecuado al comisario.

¿Que somos un poco brutos los policías? Pues sí, a veces sí, pero no me negará que por una parte es casi mejor: no se puede contratar a alguien para que ejerza de perro guardián de la sociedad y luego pedirle que se comporte como un hamster. Pero a veces, más de las que se imagina, no es que seamos insensibles, sino que utilizamos esta clase de retórica para no pensar en lo que no nos corresponde. Aquí, si te pasas pensando, acabas de baja por depresión a los seis meses: pregunte por el índice de suicidios en los Cuerpos de Seguridad del Estado y me cuenta luego, si es que lo duda. Y compárelo luego con el índice de suicidios entre los jueces y nos reímos un rato.

Esto era lo que decía siempre el comisario, que nunca creyó que los jueces y los policías estuviésemos en el mismo bando. Y encima se alegraba porque, según él, cuando en un país se compinchan los jueces y los policías lo mejor es largarse cuanto antes. 

Era buen tío el comisario Martínez. Y buen superior. Se jubiló a primeros de marzo, con más años de servicio que el palo de la bandera, como se suele decir, y desde entonces no lo he vuelto a ver, ni siquiera en esas cenas de Navidad como a la que dice usted que asistió. No frecuenta mucho a los antiguos compañeros, creo. Tenía casa aquí en Madrid, pero era de un pueblo de las montañas de León, en casa Cristo, y se marcha para allá meses enteros. Dice que aquella es tierra de osos y lobos, y no de monos y loros, como esta. Bromas suyas. Ya le digo que era un tipo curioso.

Nos enseñó muchas cosas, incluso a los que nos las damos de duros, o de experimentados. Él si que tenía concha, aunque llevara veinte años en el despacho. Pero concha de otro tipo. Hay muchos policías que dicen que cuando llueve hay que ponerse a cubierto. Para Martínez, la lluvia podía significar que hay que ponerse a cubierto, o salir a coger setas, o sembrar patatas, o localizar la gotera que está pudriendo las vigas del tejado. Nunca sabías lo que iba a interpretar en una noticia o en una circular interior, pero solía acertar. Si es que decía algo, claro, porque era de esa clase de personas que hablan mucho pero callan más, y todo al mismo tiempo.

Y hacía bien, porque a menudo es mejor no hablar de ciertas cosas, o ni siquiera pensar en ellas: olvidarlas cuanto antes y ya esta. 

Este caso por el que me pregunta también tuvo su puerta trasera, y por eso seguramente querrá que le hable de él, aunque sea a trompicones. Es una de esas historias con dos niveles: lo que se dice cuando se habla con los compañeros en la cafetería y lo que se piensa una noche cualquier de invierno, en el coche patrulla, o al volver a casa después de acabar el turno, a las seis de la mañana. Ya sé que todo el mundo ha hablado de ello, pero seis años es mucho tiempo, sobre todo en un trabajo como el nuestro. Una eternidad, se lo aseguro. 

Si eres contable, o fontanero, no sueles hablar solo cuando vuelves a casa, pero conozco docenas de policías que lo hacen y le aseguro que no es casual. Los polis y los curas tenemos más tendencia que nadie a hablar solos, seguramente porque vemos como nadie el lado oculto de la gente o porque se supone que combatimos contra el mal y no siempre estamos a la altura. Perdone que diga estas tonterías, pero es que volver a aquello me estropea la cordura. 

Quizás lo mejor fuese olvidarlo, como le decía, pero si se ha tomado usted tanta molestia para poner en claro lo que pasó, por mí no ha de quedar. El que tenga algo que callar, que lo calle.

A su descripción de lo que sucedió en el despacho del comisario le falta quizás la media sonrisa zumbona de Martínez, entre la disculpa por lo que nos estaba pidiendo y la advertencia de que a pesar de parecer una tontería se trataba de un asunto importante. De eso era precisamente de lo que trataba de disculparse: de tener que considerar importante una cosa que en realidad no pasaba de ser una pequeña corruptelilla, más de novela picaresca que de Código Penal. 

Por lo demás, como le dije al principio, fue más o menos como lo cuenta. Póngale un poco de ambiente, si quiere: calendarios atrasados, archivadores metálicos, techo ahumado, y una granada de mano haciendo de pisapapeles. Todos dábamos por hecho que estaba descargada, pero con Martínez nunca se podía saber. De hecho, ahora que han pasado los años, casi aseguraría que estaba cargada, esperando a que algún fisgón entrase en su despacho y le quitase la anilla. Si cualquiera de nosotros, de todos los demás que trabajábamos en aquella comisaría, hubiese dejado una granada sobre la mesa, no hubiesen pasado dos días sin que algún tocapelotas le hubiese quitado la anilla, simplemente por curiosear, pero estando en la mesa de Martínez nadie se atrevió a hacerlo en todos los años que pasó allí. Y no por respeto a las cosas del jefe, sino por miedo, o precaución. Insisto tanto en esta tontería porque a veces un detalle dice más del carácter de una persona, o de lo que los demás opinan de él, que todo un tratado de psicología.  

Aquel día, después de la reunión que usted cuenta, salimos del despacho comentando lo mal que tenían que estar las cosas en las altas esferas cuando nos encargaban un trabajo como aquel. Los ministros no se distinguen unos de otros por lo principal, porque todos procuran controlar un poco la calle para que no se desmande la delincuencia y tener a raya a los más peligrosos, como terroristas y gentuza de esa calaña; en lo que de veras se diferencian unos ministros de otros es en las prioridades, y en estos pequeños detalles sin importancia. Estuviese quien estuviese en el Gobierno nos hubiera ordenado igual detener a un comando terrorista o desarticular una banda mafiosa, pero que nos mandasen introducirnos en el mundo de la discografía para aficionados significaba, o amenos así veía yo, que el objetivo primordial de nuestros superiores de aquel momento era marcarse tantos con la opinión pública más que contra los delincuentes. o sea, que les interesaba más lo político que lo policial, y siempre era bueno saber eso.

¿Para qué? No sé. Cuando cumples órdenes te gusta saber con qué intención te mandan lo que te mandan aunque lo tuyo sea cumplirlas sin darle muchas vueltas. Saber lo que quieren los de arriba te ayuda muchas aveces a no cagarla.

Le cuento todo esto porque recuerdo que fue de lo que hablamos aquel día, camino de la cafetería, cuando salimos del despacho del comisario.  

Nos pedimos un café cada uno y nos llevamos a una mesa del fondo todos los periódicos que pudimos encontrar. Allí, entre los del día y los atrasados, que Tasio guarda siempre durante meses en un montón enorme, encontramos dos o tres inserciones publicitarias que podían servir para empezar. Se buscaban talentos musicales y se ofrecía la posibilidad de iniciar una carrera discográfica. El nombre del anunciante sonaba espectacular, moderno y extranjero. O sea, perfecto. Great Sunrise Productions. Producciones del gran amanecer. 

Yo les dije que el nombre me olía a comida china, o a algún pez crudo, estilo japonés, pero no sé si no lo cogieron o qué, porque no se rió nadie. ¿A qué le suena a usted Great Sunrise? A mí a rollito de primavera con salsa agridulce y a local enorme con decoración clónica. A veces pienso que esos restaurantes, con personal y todo, los traen en contenedores metálicos y los desembarcan en Barcelona, o en Bilbao, para montarlos luego con un a hoja de instrucciones y unas cuantas llaves Allen, como una estantería de Ikea.

Cuando nos cansamos de repasar los anuncios de los periódicos, decidimos llamar a los dos o tres que teníamos. Me acuerdo de que Justel preguntó cómo sabríamos si el anunciante era de veras un timador o simplemente ofrecía de veras una prueba a cantantes aficionados. Y ahí sí, Salcedo y yo nos reímos de él: ningún cazatalentos, en ninguna profesión, pone anuncios en los periódicos buscando gente. Imagínese al Real Madrid encargando un anuncio en el Segunda Mano: se busca defensa central para equipo serio y con proyección. Pues eso.

Fue Salcedo la que se encargó de hacer las llamadas. Para esas cosas siempre queda mejor una mujer. No sé por qué: seguramente porque pensábamos que el delincuente al que teníamos que echar mano era un tío.

Salcedo sonó convincente, toda alegría e ilusión por conseguir al fin una oportunidad, y concertó una cita para aquella misma tarde. Cuando preguntó si podían ir con ella dos amigos suyos para hacerse también la prueba y recibió una respuesta afirmativa, casi entusiasta, no nos cupo duda de que habíamos tenido suerte y habíamos dado en el clavo a la primera. Ya sé que hay otras muchas posibilidades si se pone uno a analizar la cosa, pero es igual: en aquel momento, nos pareció cojonudo porque nos permitía no tener que llamar a los otros dos que habíamos apuntado. Si el primero nos fallaba probaríamos con los otros, pero aquel tenía buena pinta. Y es que ni nos pidió una maqueta, ni dijo que llevásemos instrumentos, ni nada. Todo muy fácil. Demasiado.

Si nos llega a pedir una maqueta nos hunde, porque a ver de dónde sacábamos nosotros el material para grabarla, sin mencionar que no teníamos ni puñetera idea de música ni nada parecido. Eso es lo que pasa a veces con estas misiones especiales: que te dicen “tenéis que infiltraros en una banda de búlgaros para averiguar cuáles son sus planes” y a nadie se le ocurre pensar que los búlgaros hablan búlgaro, un idioma que no conoce ni dios en todo el cuerpo de Policía. Demasiado eficaces somos para lo que nos piden algunas veces.

Pero aquella vez, como le digo, no nos pidieron nada. Luego, ya más metido en el ambiente, me enteré de que había representantes auténticos que tampoco querían saber nada de maquetas: el que supiese cantar, que cantase allí mismo, y que se pusiera nervioso, a tomar por saco. Y es normal, ¿no? Si te pones nervioso en una prueba, ¿qué será delante del público? Me acuerdo de uno que quería ser abogado pero se quejaba siempre de los exámenes orales. A mí siempre me pareció que lo que quería era ser chupatintas de oficina, y así fue justamente.

Bueno, a lo que le iba: que nosotros ni maqueta, ni nada. Fuimos allí a pelo, un poco acojonados por el marrón. Me acuerdo de que yo llevé una trenca para poder guardar la pistola. No es que pensara que iba a ser un trabajo peligroso ni que temiera una encerrona, pero cada cual se quita el miedo como puede, ¿no?

El supuesto estudio y sede de la empresa era una especie de almacén cochambroso en la carretera de Villalba. En principio, había demasiado espacio y casi ningún instrumento. Sólo un par de micrófonos, algunos altavoces colocados por las paredes y unos cuantos posters de gente demasiado conocida para haber empezado en aquel antro. De hecho, lo normal hubiera sido que tuviese posters y carteles de otros artistas que hubiese apadrinado él, aunque sólo fuese supuestamente, pero en lugar de eso había carteles hasta de los Rolling. Todo muy rápido y muy mal montado, como si en lugar de tener una empresa le acabase de pedir el almacén a su sobrino o al hijo rockero de algún amigo.

Por nuestra parte, los tres nos habíamos vestido para la ocasión, cada cual como entendió que mejor le iba a su aspecto. Yo peinado hacia atrás, con una camisa abierta en plan enseñar pelo en pecho y crucifijo de dos arrobas; Justel supermoderno, despeinado y con un polo, y Salcedo toda de vaqueros, marcando curvas.

El supuesto representante llevaba gafas redondas de montura metálica, sonrisa también redonda y metálica, y el pelo rubio y lacio pegado al cráneo, seguramente para intentar disimular el inicio de una calvicie mediana pero generalizada. Dijo llamarse Hardford y el acento extranjero no parecía falso, aunque tampoco demasiado anglosajón. Luego supimos que era checo, o sea que yo tenía razón: de inglés, nada; y americano, menos. Ni australiano siquiera.

Después de una corta presentación, Hardford nos preguntó qué sabíamos hacer, y en pocos minutos nos encontramos los tres supuestos pardillos junto al micrófono. Aquel era el momento de la verdad y había que echarle coraje, como si fuésemos a entrar en un piso donde algún criminal armado retuviese a sus rehenes. Yo, por lomenos, me lko tomé así. Si hay que entrar con la pistola en la mano, pues se entra y si hay que cantar, pues se canta. Le aseguro que eso fue lo que se me pasó por la cabeza en aquel momento.

Justel fue el primero en actuar y los otros dos le agradecimos el detalle. Se descolgó con un par de canciones de Duncan Dhu, ya viejas por entonces, pero lo hizo bastante bien. No eran muy arriesgadas pero valían. 

Luego me subí yo al escenario y canté un par de canciones de Alejandro Sanz, que eran las que mejor pegaban a mi voz, o eso me pareció a mí. Estaba tan asustado que las canté, como le dije, como si me fuese la vida en ello. Eso sí: ni un paso de baile ni un movimiento sobre las tablas: me quedé clavado como un poste de la luz, pero bastante tenía ya con dominar más o menos la voz como para dominar también el resto del cuerpo.

Por último le tocó el turno a Salcedo, que se empleó a fondo cantando “un año de amor “, el bolero de los años veinte que resucitó Almodóvar en la voz de Luz Casal para una película sobre un juez travesti. Creo que sé en quién se inspiró, pero mejor me lo callo. Tacones Lejanos, se titulaba, creo recordar.

Salcedo nos dijo después que pensaba que nosotros dos habíamos hecho tan mal papel que echó los restos en aquella interpretación, por miedo a que nos rechazaran a todos y se estropease la operación por falta de alguien que supiera cantar mínimamente. Imagine qué chorrada: un timador que suspende el timo porque los “julays” no dan la talla musical. De todos modos, la verdad es que fue la única que lo cantó aquel día con un poco de estilo, eso hay que reconocerlo. Se movió por el escenario, se dirigió a nosotros como si fuésemos el público y hasta se permitió algunas variaciones sobre la canción original, y no como nosotros, que cantamos las nuestras todo lo al pie de la letra que pudimos.

Al terminar la prueba, el tal Hardford nos felicitó a los tres y nos pidió un número de teléfono para llamarnos aquella misma semana, porque tenía que analizar las grabaciones, según dijo.

Informamos al comisario de cómo había ido el asunto y volvimos a los servicios diarios que nos fueron encomendando, pero la espera no duró tanto: tres o cuatro días más tarde estábamos de nuevo en el almacén de Villalba para oír que los tres teníamos talento y que cada uno de nosotros debía trabajar una faceta distinta: yo, la expresión y la voz, Salcedo la modulación y Justel la entonación y el ritmo, porque aunque tenía muy buena voz y se desenvolvía bastante bien, se iba un poco en el tono y se aceleraba.

Era lo esperable, pero aún así nos sorprendió a los tres. A veces sabes las cosas, porque conoces su mecánica, pero no dejas de extrañarte. Lo normal, por supuesto, era que nos cogiera a los tres, porque tres pardillos dejan más pasta que uno, pero entre nosotros habíamos hecho incluso alguna apuesta sobre quién iba a ser el primer descartado, o sobre quién tendría que cargar con aquel puñetero operativo.

Nos aceptó a los tres e incluso empezó a manejar en voz alta distintas combinaciones para que formásemos dúos entre nosotros y hasta un trío. Según él, lo importante era diversificar la oferta para que hubiera más posibilidades de gustar al público, porque nunca se sabe qué clase de grupo o de temas va a llegar a la gente.

A partir de ahí, mejor que sea breve, porque las semanas siguientes fueron un cúmulo de quebraderos de cabeza para el comisario Martínez, que no sabía cómo echarle mano a aquel Hardford de los demonios: lo tenía, tenía los contratos que había firmado con sus tres policías, pero no había modo, sólo con aquello, de conseguir una orden de detención. Le había cobrado quinientos euros a Salcedo por unas clases, pero le habían dado efectivamente las clases. Me había cobrado a mí cuatrocientos por un curso y efectivamente había aparecido un actor profesional cinco o seis tardes para explicarme qué hacer con las manos y qué gestos le convenían más a mi fisonomía. El fulano aquel hasta me cambió el vestuario. Y en cuanto a Justel, la cosa era aún peor, porque lo había tenido un mes entero con un diapasón para que aprendiese a llevar el ritmo y, aunque tenía pensado ponerle un profesor de baile, todavía no le había cobrado nada. ¿Cómo detienes por estafa a un tío que sabes que te va a timar pero no lo ha hecho aún? No hay modo: paciencia y seguirle el juego, hasta que esté maduro.