Prólogo:
Dados los tiempos que vivimos, me ha parecido interesante regresar a una vieja tradición: la del folletín. Durante el siglo XIX, especialmente, era común que los medios de comunicación incluyesen entre sus páginas un relato o novela por entregas. En algunos casos, estos relatos constituían un separable y, en otros, ocupaban simplemente una parte de la publicación regular.
¿Por qué no se puede hacer esto en nuestros días, en una publicación electrónica como Menéame? Es hora de intentarlo.
Como entonces, publicaré varios fragmentos de una novela y, mientras el interés permanezca, seguirán las entregas. Si no hay interés, se suspende la publicación y se despide al autor.
Como en los viejos tiempos.
Allá vamos.
--------------
Cantos de sirena de un coche patrulla
----A los que prefieren callar.
---
A MANERA DE PORTÓN
¿Qué mas da quién soy yo? No quiero introducir esa incógnita. Bastante hay ya de acertijo en esta historia, o de madeja enmarañada por un gato borracho, para empezar a pensar que el narrador tiene un punto de vista. No tengo ninguno. Me niego. Aquí no hay esa clase de sorpresa final, cuando resulta que el narrador era un personaje. Yo no soy nadie, y ya está.
En lugar de hablar al final para resolver las cosas ejerciendo el papel de divinidad doméstica, voy a hacerlo al principio, donde no hay pedestal que resista un exceso de perspicacia.
Lo que voy a contarle lo escuché en una cena. Empezó en el segundo plato, mientras unos elegían carne y otros pescado, y para cuando llegó el momento de los licores se había formado tal trifulca entre los asistentes, defendiendo uno u otro punto de vista, que me prometí a mí mismo buscar a los protagonistas y pedirles que contasen ellos lo que sucedió en realidad para ver si sacaba algo en claro.
Desde ya mismo le digo que no fue así. Me costó mucho trabajo que algunos de ellos se decidiesen a contar su versión, y aun después de lograrlo, creo no ser demasiado vanidoso si afirmo que sigo sin enterarme de nada. Vanidoso he dicho, sí: lo moderno y lo exquisito hoy en día es que el autor no sepa muy bien lo que cuenta, que no se muestre totalmente seguro de nada y que el lector acabe en un estado similar.
Quizás no haya logrado ser lo bastante contemporáneo y usted termine haciéndose una idea de lo que ocurrió. En ese caso, pruebe a discutirlo con su pareja, con su padre o con cualquier otra persona que haya leído esta misma historia y seguramente se convenza de que no está tan claro.
El primer capítulo lo he escrito yo mismo, novelando los hechos en forma de diálogo. No estaba allí, por si le interesa saberlo, y he reconstruido la escena con un poco de imaginación y algo de técnica de manual, pero lo que haya podido omitir o añadir carece totalmente de importancia. Se trataba principalmente de presentar a los personajes de la manera más neutra posible y ponerle a usted en antecedentes, porque esa es la única parte en la que todo el mundo coincide: los antecedentes.
En cuanto al resto de testimonios, algunos fragmentos son de la propia mano del interesado, pero la mayoría corresponden a transcripciones más o menos aproximadas de mis conversaciones con ellos, en el entendido de que nunca me atreví a asacar una grabadora por miedo a que el aparto acabase induciendo a los entrevistados a contar una versión políticamente correcta, o lo que es lo mismo, asquerosamente hipócrita. Al no disponer de prueba objetiva alguno de que lo que cuento coincide con lo que ellos me dijeron, quedan tan a resguardo como al principio, pues ante cualquier reproche pueden acogerse al socorrido y sempiterno método de achacar lo dicho a una mala interpretación del plumilla. Por eso hablaron sin tappujos y por eso le sugiero a usted, lector, que me crea.
Le aseguro que he repasado mis notas una docena de veces para no dejar escapar ningún matiz y procurar ser lo más fiel posible al contenido y también al tono de lo que escuchaba, pero ni me considero perfecto ni creo que la perfección aporte gran cosa a la veracidad de un relato. Lo que yo leí entre líneas, entre líneas he tratado de escribirlo. Lo que se dijo bruscamente, o con brutalidad incluso, aquí está brutalmente escrito.
Sólo me queda decir que cuanto más se vea mi mano, más lejos habré estado de lograr lo que pretendía. Precisamente por eso me he presentado: porque quiero ocultarme y sólo se oculta el que está visible en algún momento. El otro, simplemente no existe.
Con esto, vale.
I
LOS ANTECEDENTES
El comisario no estaba de buen humor. Se le notaba en el modo en que pasaba el dorso de la mano sobre el papel que ocupaba el centro de su escritorio, como si quisiera eliminar de su superficie las letras que lo cubrían, confundiéndolas con carbonilla o migas de un bocadillo.
—Alarma social, me han dicho. Un concepto resbaladizo que, aunque figura en las leyes como causa de que se conceda o no la libertad bajo fianza a un sospechoso, depende en realidad de las páginas y minutos que quieran dedicarle al delito los medios de comunicación. Si el propietario del periódico, o de la televisión, no está interesado en que se hable de la corrupción urbanística, o de la incineración de neumáticos en su cementera, entonces, de pronto, aparecen por todo el país perros peligrosos mordiendo a niños, carteros y repartidores de pizzas. Y en cuanto desaparece el tema incómodo desaparecen también los perros, la cantante defraudadora del fisco, o el señuelo de turno —discurseó el comisario, más para desahogarse que para tratar de convencer a nadie de sus tesis.
Los tres agentes asintieron. El comisario Martínez no era uno de esos jefes que decían en pocas palabras lo que había que hacer y los mandaba a las calles con tres frases, como Ridruejo, su antecesor. Martínez prefería explicar las cosas para que sus subordinados supiesen a que atenerse, o para intentar que se implicasen en el caso y pusieran algo de iniciativa de su parte.
—O sea que la alarma social no la causa tanto el delito como los medios de comunicación —resumió Justel, el más joven de los tres policías que el comisario había citado aquella mañana a su despacho. El discurso del comisario no necesitaba réplica, pero como los había mirado uno a uno después de callarse, Justel se sintió en la obligación de demostrar que había captado el mensaje.
—Sí, en realidad ese es el mecanismo real del asunto por mucho que en teoría funcione al revés y se suponga que los medios informan de lo que le interesa a la gente. A la gente sólo le puede interesar lo que sabe, y sabe sólo lo que le cuentan. Pero todo esto da igual en el fondo, porque el caso es que nosotros estamos a las órdenes de los políticos y hacemos lo que nos mandan. ¿Y eso es bueno o malo? Es malo, aunque no tan malo como cuando son los políticos los que están a las órdenes de la policía. ¿Me seguís?
Los tres asintieron con una sonrisa recordando la anécdota de sólo unas pocas semanas antes, cuando al comisario le ordenaron ir a buscar a un alto cargo a su domicilio y preguntó si tenía que escoltarlo o detenerlo. Martínez tenía aquella clase de arranques de vez en cuando.
—Y a los políticos no les molestan tanto los robos, la violencia juvenil o las mafias, que son cosas normales que se dan por hechas, como los delitos que la prensa muestra como novedosos y le corren el rímel a las encuestas —siguió explicando el comisario, que aquella mañana se extendía aún más que de costumbre.
—Y ahí es donde entramos nosotros, supongo —aventuró Salcedo, que quince años antes había sido una de las primeras mujeres de aquella comisaría.
—Exacto.
—¿Y en qué mierda concreta nos vamos a meter? —preguntó Olite, el tercero del grupo, que había pasado tanto tiempo en la brigada de estupefacientes que no conseguía mantener un mínimo de contención verbal, ni siquiera ante sus superiores.
—¿Qué es lo que está de moda? —preguntó el comisario, emborronando con su lapicero las esquinas del documento que tanto le molestaba.
—Los delitos medioambientales —propuso Justel.
—Los malos tratos —dijo Salcedo acto seguido.
—Las extranjeras en los puticlubs. Trata de blancas. Es un tema más viejo que el copón, pero ahora parece que le importa a alguien —se lanzó Olite.
Martínez negó con la cabeza.
—Nada. Todo eso está ya en el terreno de la normalidad. Por lo que me están apretando las clavijas desde arriba es por el tema de los fraudes musicales. Lo de las carreras discográficas.
—¿Eso? —se extrañó Salcedo arreglándose la coleta con la que trataba de alejar la imagen de cuarentona que a veces la amenazaba desde el espejo.
El comisario alzó la cejas
—¿No veis la televisión o qué? Llevan semanas dando la tabarra con lo de las ilusiones defraudadas, la buena fe burlada y toda esa clase de historias. Es un tema delicado, porque no es fácil demostrar nada, pero fundamentalmente se trata de atraer a gente que se crea Frank Sinatra y sacarle la pasta a base de venderles promoción, conciertos, clases de canto, baile, y hasta un disco. ¿De veras que no os suena? —insistió el comisario al ver los rostros escépticos de sus subalternos.
—Sonarme, me suena, ¿pero qué pintamos nosotros en eso? —preguntó Olite—. Es como si fuésemos a detener a los fabricantes de máquinas tragaperras. Todo el mundo sabe que esos cacharros te dan el palo, pero allá cada cual, ¿no cree?
—Lo que yo crea o deje de creer no va a ninguna parte. Su por mí fuera, ya podían ir desplumándolos a todos como a pichones. Pero el caso es que no dejan de dar la murga en la tele, en la radio y en los periódicos y me han pegado un toque desde arriba, porque hay alarma social. Y si hay alarma social tienen que poder sacar en el Telediario alguna detención, así que poneos a ello, porque me dicen que la cosa tiene prioridad absoluta. Como si fuera un comando terrorista, vaya.
—Sí que están preocupados, entonces —valoró Salcedo, que conocía perfectamente el tema pero había preferido callar para que no dar imagen de “Maruja”. Ser mujer seguía exigiendo un plus de circunspección.
—Muy preocupados. Sobre todo por la posibilidad de que se les escape una ocasión tan fácil de sacarse brillo ante los electores. Así que buscáis algún anuncio, os metéis en el ajo y tratáis de echar mano a alguien: en la tele salen las detenciones, no las sentencias. Si los que detengamos son culpables o no, que lo diga el juez, que nosotros sólo estamos para detener sospechosos, no para encima acertar con los delincuentes —bromeó el comisario. Aquella clase de órdenes despertaban su vena cínica, que es lo que queda del cabreo cuando se pertenece a una organización jerárquica.
—Meternos en el ajo... ¿Qué es meternos en el ajo exactamente? No querrá que nos pongamos a cantar... —dudó Olite.
—¡Acertaste! Si os podéis infiltrar en redes de narcos, o de proxenetas, seguro que podéis haceros pasar por cantantes ?¿O no?
—Lo suponía —gruñó Justel.
—Pues a ello, y cuidado. Que dicen de arriba que pude ser peligroso. Viene subrayado en rojo —insistió girando el papel sobre la mesa para que pudiesen verlos los tres agentes.
—¿Peligroso? —se extrañó Salcedo.
—No sé. Aquí es lo que dice y lo que me recalcaron también de viva voz. Así que venga: a la calle y a ello —concluyó Martínez, encendiéndose un cigarrillo a pesar de todas las prohibiciones.