Dicen los amigos de los marcianos, y tienen su gracia los tíos, que afirmar que las pirámides de Egipto son enterramientos de faraones es tan lógico como lo será, dentro de cinco mil años, afirmar que las catedrales eran cementerios de obispos.
Los restos es lo que tienen: ahí quedan, medio mudos, o acompañados de relatos e inscripciones que muy bien pudieron realizarse después, mucho después, y conducir a equívocos e interpretaciones que harían partirse de la risa a los contemporáneos del hecho estudiado.
Y lo cierto, amigos, es que nuestra época, estos últimos cien años, va a dejar también algún tipo de huella en el estrato geológico. Y vamos a dejar montañas y montañas de plásticos. Autenticas cordilleras de plásticos que, probablemente, serán interpretadas por la raza que nos encuentre como residuos o subproductos de lo que consumían en este tiempo los habitantes de la Tierra.
Pero cuando busquen a los habitantes del planeta, a los verdaderos consumidores de todo ese montón salvaje de basura, es de suponer que se centrarán en los restos orgánicos fosilizados, como se ha hecho siempre, ¿no? ¿Y qué encontrarán?
Ya os lo digo: huesos de pollo. Cada año, se sacrifican en la Tierra alrededor de sesenta mil millones de pollos. No es una errata. Sesenta mil millones. Tocamos a siete pollos por barba al año, más o menos, y bienes sabemos todos que por estas latitudes sobrepasamos de lejos esa cifra a costa de otras regiones que no saben estadística, o porque pasan hambre, o porque no fueron, como yo, alumnos de María Jesús Mures.
Así que hay tenemos los restos anuales de sensenta mil millones de pollos, mientras cada vez se incinera a más humanos, impidiendo que pasen a formar parte de la capa fósil correspondiente.
No sé si tras nosotros quedará la ciencia, el viaje al espacio, la gran colonización de la galaxia o la construcción de los Derechos Universales de la Biosfera Palpitante. Me temo que no. Lo que si vamos a dejar atrás es una barbaridad de basura, como señal de lo consumido, y un bestial montón de huesos de pollo, como traza del consumidor.
Y el que venga en el futuro y excave esta época, le llamará el polloceno. Y con razón. Porque para llamarle gilipolloceno, que es lo suyo, hace falta algo más que una excavación.