Jung definía la felicidad como la consecución de lo que se quiere. Una descripción simple que Borges analizó poniendo el énfasis en su última parte “lo que se quiere”. Todo un universo cabe en esa querencia. Y todo un infierno.
Borges sostenía que la felicidad es antagónica al estatismo. O lo que es lo mismo que, salvo algunas excepciones, no somos conscientes de nuestra felicidad cuando la estamos disfrutando y nos damos cuenta a posteriori. Bolaño, al ser preguntado por la depresión, insistía en el antagonismo entre felicidad y tristeza: la primera se extraña en retrospectiva al ser recordada, la segunda nos sacude sin piedad en el ahora.
Todos estos condicionantes, enmarañan nuestras vidas y convierten nuestro día a día en un transitar agónico en la búsqueda de razones, sentido y dirección, perdidos por una constante sensación de que “el presente es una especie de grasa que embadurna al pez de la felicidad para que nunca podamos agarrarlo”, como decía Camus.
“La felicidad es conseguir lo que queremos”. Ahora bien, ciñéndonos a la parte más importante de esa definición, ¿nos hemos parado a analizar qué es lo que queremos y por qué?
Creo que entre la idea que tenemos de las cosas y la realidad cabe todo un mundo de maravillas, horrores, éxtasis y decepciones. Nos movemos impulsados por la estúpida concepción de que ambas cosas son lo mismo y cuando nos damos cuenta de la cruda verdad, nos asolan sensaciones que cada vez gestionamos peor. El amor es un ejemplo claro: son muchas las personas que confunden una relación con un proceso de escultura agotador, en el que se intenta convertir a la persona amada en lo que creen que debería ser.
Ese proceso no solo ocurre en el amor. Sucede constantemente en cada aspecto de nuestras vidas, desde el más esencial al más nimio. Nuestro trabajo, unas vacaciones, una cena con los amigos...
La ambición, la expectativa emocional, comanda nuestra trayectoria rutinaria y nos acaba convirtiendo en esclavos de una parte de nosotros que somos incapaces de analizar y entender, cometiendo, muchas veces, los actos más ridículos e inexplicables.
Creamos una serie de condiciones para que algo pueda ser considerado como satisfactorio sin preguntarnos de donde salen esos mínimos innegociables. Vivimos dominados por la constante proyección, por una necesidad incontrolable de que la realidad se amolde a nuestras expectativas y llamamos a eso conformismo, cuando, en esencia, no hay mayor acto de conformismo que dejarnos comandar por leitmotivs cuyos orígenes desconocemos. Y ese conformismo, hoy día, se ve más impulsado que nunca por nuestras vidas en redes, repletas de conceptualizaciones estandarizadas de lo que debemos querer y lo que no, de lo que debemos ser y lo que no, de lo que es la felicidad y lo que no.
Roald Amudsen fue la primera persona en alcanzar el Polo Sur. Empleó las dos terceras partes de su vida en lograr ese objetivo y consiguió batir al capitán Scott en una épica lucha que quedó en los anales de la historia. Lo que poca gente sabe es que, como cuenta la biografía “My life as an explorer: a memoir”, esa estraordinaria aventura no estuvo a la altura de las dichosas expectativas de su protagonista y eso causó en el noruego una depresión de la que tardó años en recuperarse y que a punto estuvo de costarle la vida.
“No hay mayor infierno que verte poseído por una búsqueda, sin saber qué se busca”, dejó escrito Amudsen. Y para muestra un botón conocido por todos: los miles de actores inmortales, superestrellas del rock, deportistas imbatibles, escritores tocados por un Dios o millonarios en la cumbre del poder que acabaron con su vida por las drogas, por desamor, por la depresión o lo que es lo mismo, por no encontrar el sentido a su vida, por no saber qué buscaban.
Superada su depresión, Amudsen volvió a encontrar la pasión por la exploración y se embarcó en varios proyectos en el Polo Norte. Mientras iniciaba los preparativos dio una serie de conferencias en los Estados Unidos para contar su odisea en el Polo Sur. Un periodista le preguntó por su superada “tristeza”. La respuesta de Amudsen, en un inglés impecable, pero frío como su país de origen, sonó tan cálida como indescifrable en aquel auditorio de San Francisco, un día de invierno de 1913: “La felicidad es la única cosa del mundo que muere cuando la imaginamos”.