Amar a una tonta

¿Y qué culpa tengo yo 

de que no piensen las flores?

¿Pero quién si no?:

mío es el exceso

y el ventrílocuo artificio

de inventar sus parlamentos,

y si hay reo,

si es preciso que alguien cargue

con esta cruz astillada,

con estos grilletes romos,

ha de ser el que reviste 

con diademas de consciencia 

la belleza insustancial,

el que sabe pero ignora, 

el que conoce y olvida, 

el que interroga y disfraza, 

el que idea la mentira porque entiende la verdad.

Entender es la condena.

Entender que la esperanza es un placebo,

una píldora de azúcar

para un cáncer de vehemencia,

un fracaso a plazo fijo

que cobra a precio de usura

cada día que entretiene su demora. 

Comprender

y al fin callar, 

ante cada circunstancia adversa,

ante cada incoherencia,

ante el mundo y el espejo.

Sobre todo ante el espejo. 

Callar como enmudecen los sepulcros,

que corrompen lo que dicen que atesoran, 

callar como las madres callan

cuando el hijo las defrauda, 

callar hasta convertir

en misterio o poesía

fracasos del raciocinio,

del vanidoso intelecto, 

que se quiere pionero

y va siempre por detrás del sentimiento, 

justificando sus errores, 

defendiendo sus caprichos 

con argumentos capciosos, 

sepultando sus vergüenzas

bajo alfombras de artificio.

Callar hasta omitir el silencio incluso

Seremos mansos,

tranquilos,

sonriendo a la ignorancia,

amordazando el improperio

que atrapado a última hora

aún rebulle entre los labios. 

Remedaremos sonrisas

donde sonrisas se esperen

y al final, 

tal vez al cabo,

ensayaremos verdades 

entreveradas de bromas.

Seremos tristes de nuevo, 

imaginando sus labios 

humedecidos en besos 

de travieso experimento, 

imaginando otros brazos 

alrededor de su cuerpo,

otras manos 

perfilando su cintura. 

Seremos tristes de nuevo

fantaseando caricias 

que nunca osamos probar, 

que ella nunca aceptaría, 

arriesgaremos ensayos 

en sus dedos o en su pelo 

y arriesgaremos con miedo, 

con temor a ese reproche 

que alguna vez ya entrevimos.

Seremos tristes

porque tristes nos queremos: 

es el único motivo 

si es que motivos precisa 

semejante antología 

de sensuales desatinos 

y penas extravagantes. 

Seremos tristes porque la melancolía 

es verde musgo del alma 

y sienta bien a los recintos devastados,

a las ruinas de fortalezas perdidas 

y hasta a los pobres apriscos

 donde a diario reunimos 

las cabras de los anhelos, 

los incontables rebaños 

de este Majadero Concejo de la Mesta

que pastorea los celos 

por cañadas cuesta arriba

de ansiedades trashumantes.