He sido siempre un morboso del pasado. Cuando voy a un cementerio, me paseo por las tumbas, deteniéndome en las más antiguas, observando las tétricas fotografías de los difuntos o buscando la causa de su muerte, costumbre esta, la de hacerla constar, que se ha perdido con el paso del tiempo. La gente comparte sus tetas, sus problemas psiquiátricos o las caras de sus recién nacidos con miles de desconocidos, pero se niega a dejar para la posteridad la causa de su adiós en un lugar que solo visitarán aquellos que ya conocen la causa de su muerte.
Me llaman especialmente la atención esas tumbas abandonadas, pero que siguen siendo legibles. Lápidas olvidadas, sin nadie que las cuide, probablemente porque todos sus familiares ya han muerto o son demasiado lejanos como para ir al cementerio a llevarles flores. Un sentido de insignificancia y pequeñez atroz me llena de una extraña paz cuando pienso que ese nombre y esos apellidos serán el último vestigio que dejemos en un mundo que avanzará igual de tranquilo sin nuestra presencia.
Las casas abandonadas me causan también un magnetismo especial porque, en cierto modo, son una especie de tumba, pero una que ofrece más pistas y que convierte la curiosidad del cementerio en una experiencia mucho más inmersiva.
De niño, presa del morbo y una extraña necesidad de sentir miedo tan consustancial a la preadolescencia, recuerdo haber recorrido el pueblo de mis abuelos con mi hermana y una amiga con la intención de colarnos en esos tétricos monumentos a la dejadez municipal. Enormes casas semiderruídas, llenas de objetos olvidados, sillas y mesas polvorientas, camas carcomidas y colchones manchados, cocinas oxidadas y fotos familiares con personas tan anónimas como muertas.
¿Quién no puede sentir curiosidad por los espacios abandonados? Al entrar en ellos uno casi se acongoja porque puede llegar a olfatear el olvido de aquellos a los que ya nadie recuerda. La humedad, el olor a polvo, el silencio y ese extraño frío que se me metió en los huesos la primera vez que entré a una de esas casas fue, en cierto modo, el primer contacto real que tuve con la muerte y que me llevó a empatizar con aquellos que no solo no estaban vivos, sino que ya a nadie importaba que lo estuvieran.
Aquel día no puede evitar que ciertas palabras vinieran a mi mente. Ese pensamiento que marca el comienzo del fin de la niñez: "Algún día nosotros seremos como ellos".