Dunning-Kruger y la otra cara de la moneda

Es muy probable que todos conozcamos ya el llamado efecto Dunning-Kruger, ése en el que el sujeto no es consciente de su propia ignorancia y por lo tanto se considera muy por encima de sus capacidades reales.

Y es posible que para Sócrates -sólo sé que no sé nada- a la postre todos resultermos inferiores, pero huyendo de los extremos sería bueno conocer la anécdota que cuaja en tal diagnóstico.

Un hombre atraca un banco a cara descubierta y cuando le localizan y le detinen por las filmaciones de seguridad está sorprendisímo: se había untado la cara con zumo de limón, lo cual sin duda y como todos sabemos nos hace invisibles a las cámaras. O así lo veía el sujeto.

Esto, que a todas luces tiene la apariencia de algún tipo de cuadro clínico, es un poco lo que se nos trae en cierto modo a colación cada vez que nos hacemos los listillos en algún debate, charla, coloquio, tertulia o sucedáneo.

Y seguro que nuestra opinión tiene más agujeros que un colador y más lagunas que el circuito ese -¿de los mil lagos?- pero hombre, al final es una forma muy fina de que le traten a uno de tarado, molestia y despojo. Es una falacia de hombre de paja en toda regla a tenor de la anécdota relatada que probablemente ni siquiera conocen los que ofrecen tal diagnóstico con tanta ligereza en prescribirlo como laxitud en el rigor requerido para ello, por más que puedan existir distintos grados, a tenor del caso que lo origina.

Y de hecho me temo que, muy al contrario, el mal que nos asola en mayor medida suele ser el reverso de esa moneda, lo que se conoce como "indefensión aprendida". Así, a lo largo de nuestra vida nos van a marcar a fuego la impronta de la jerarquía: haz caso a tu padre, respeta al maestro, obedece al policía. Porque somos niños sin conocimiento y pretenderán si les dejamos que lo sigamos siendo durante décadas, toda una vida.

Y no es fácil darse cuenta, cuando es tan omnipresente como el aire que respiras, de que uno se halla bajo el desprecio puntual y constante, se podría decir que en todo momento y lugar. Algunos dicen: es que nos tratan como si fuéramos gilipollas. Y bien, puede que lo seamos. Y que quien piense que no, esté bajo los efectos del síndrome de Dunning-Kruger. Pero causarnos esa clase de indefensión aprendida no nos va a ayudar a salir de ahí. Debe ser eso exactamente lo que quieren.

El mecanismo psicológico es bien simple: a fuerza de desprecio te van a convencer de que sólo sirves para cumplir órdenes, o ni eso, y además, gracias. Y sobre todo: de que tú no eres nadie para cuestionarlas. Es, como se puede adivinar, una cuestión de poder mucho antes que de razón, si es que ésta finalmente se halla en alguna parte.

Supongo que por eso se ha romantizado la idea de la vida del pirata y causan cierta simpatía, hombres sin ley, dirían algunos, hombres que navegan bajo su propia ley, dirían otros. "El código es la ley", o algo así creo que decía hace unos años en la pantalla un tal Keith Richards y acto seguido buscaba la línea apropiada con sus Sticky fingers.

Algo de dignidad hay en el pabellón de las tibias y la calavera, quiero decir, que por tarde que se pueda izar existe alguna suerte de aviso. No sé si es suficiente o lo debido, pero desde luego es mucho más que lo que otros ofrecen. De lo que la vida les ofreció a ellos.

Porque al final, la sociedad, la jaula que los hombres crean para sí mismos donde unos someten a otros, es el reino de un dios menor, tal vez aquejado de algún síndrome tal como el de Dunning-Kruger. Muy inferior sin duda a los reinos de Poseidón donde los hombres pueden hallar realmente la medida de su valía bajo ojos más justos y aún por seguro más severos e implacables.

Las vidas antes se vivían y entendían de otra forma, la muerte llega de todos modos. De forma más animal, sí, pero con más pasión. Hoy los hombres mueren en horarios grises de oficina bajo la dictadura del reloj y en muchos casos, sin siquiera haber vivido. Al final tal vez sea cierto que nos sabemos absolutamente nada, el Atreyu de Michael Ende lo tenía mucho más claro: hoy es un buen día para morir. Y me temo que daría lo mismo que le preguntaras en martes que en jueves y es que, al final todos morimos un hoy.

Y algunos incluso siguen yendo a la oficina mucho tiempo después de eso. Así que, como conclusiones, compañeros, cabe descartar que el zumo de limón y probablemente tampoco la Fanta, Kas o similares, nos vaya a volver inmunes ante la digitalización de nuestra imagen, habrá que optar pues por la más tradicional línea del pasamontañas para tales menesteres.

O seguir muriendo en oficinas, esos reinos de diosecillos ineptos donde los hombres pagan su deuda por el pecado original de existir. Pero, dentro de todo ese mal, por lo menos que no nos confundan en más ignorancia de la que ya acarreamos. Cuando nos acusen de hallarnos bajo los efectos del citado síndrome, cabe recordar que la mayor parte de las veces lo que se expresa es una relación de poder mucho antes que intelectual. Y que han estado toda la vida enseñándonos a indefendernos. Y eso es lo que hemos aprendido.

Recuerdo una clase de lengua castellana, en el instituto. Una compañera utilizó un término coloquial, de los que no recoge el diccionario pero son de uso común y de sobras conocidos por todos. La profesora, una señora ya madura con mofletes caídos de bulldog se aprestó a recordar que tal término no podía ser moneda de cambio en su aula. Y, pobre inocente de mí, se me escapó la indignación por la boca viendo como la realidad podía ser enervantemente ignorada por la autoproclamada academia en la absoluta impunidad y sin mayor contestación: -Es argot.

Eso es lo que dije, no creo que hubiera mucho más intercambio de ideas salvo la conclusión inevitable: expulsado de clase. Nadie en aquel aula dijo nada y es de suponer que la profesora, que no maestra, debió continuar con su lección. Todos los compañeros que al final de aquel surrealista periplo que era la educación debieron pasar por ese aro y sin duda tragar más sapos que los que recuerdan, hasta convertirse en sapos, probablemente.

¿Yo? Un buen día ya no volví a ese instituto. Quizás pensaron que me había muerto, o suicidado o puede que muchos ni siquiera pensaran nada. Hoy muchos deben ser brillantes profesionales en sus respectivos ámbitos con su flamante piel pegajosa y manitas palmeadas y reciben palmaditas en la espalda. Qué duda cabe que terminé mi formación mucho antes que ellos.

Me gusta alardear de que a los 17 años ya estaba en la universidad, aunque fuera trabajando de conserje. Algunos años después me crucé con un par de aquel instituto por la calle, se sorprendieron ya no al verme, si no al ir colgado del brazo de una chavala. Probablemente tardaran mucho tiempo en reunir los ahorros para permitirse algo apenas parecido.

Hoy deben seguir pagando tales facturas cuando yo ya hace muchos años que perdí en gran medida ese interés. En la línea del zumo de limón, cabe destacar, sin descartarlo, que no es fácil dotar de nobleza a un batracio a besos. Y ahí sigo, padeciendo los males de esta efermedad incurable de Dunning-Kruger, pero alegremente creo que ya habiendo olvidado cualquier indefensión que hubieran querido que aprendiera.

¿Y la profe? Ya estaba un poco pasa, me imagino que estará muerta, y bien que está. Y si no, que busque soplapollas, a ver si está en el diccionario. Lo cierto es que a mí, como a Atreyu seguramente, más bien me preocupa poco. Lo que sí que he logrado aprender y espero que quien llegue hasta estas líneas también, es por qué los soplapollas dominan el mundo. Es obvio: son mayoría absoluta.