Vergüenza

Vivo con vergüenza el abismo de desigualdad de nuestro mundo. Me ofende y me hace sentir culpable la obscena desigualdad entre los países hiperdesarrollados, como el mío, y los países en los que las hambrunas y epidemias ya no son noticia. Asisto avergonzado al espectáculo frecuente de las multitudes que viven en la calle, a las colas del hambre, al paliativo de los bancos de alimentos, a la exhibición farisea de la caridad.

También me golpean las noticias de la llegada de oleadas de migrantes a las orillas de Europa. Los noticiarios recogen, a diario, el hallazgo de pateras en alta mar, de centenares de muertos, de mujeres y niños ahogados. Las multitudes que huyen de las guerras, el terror y la miseria en Oriente próximo o en África, y acaban estrellados contra los muros terribles de las fronteras de Europa, en las que nuestros gobiernos aplican una política criminal e inflexible, en nuestro nombre, por nuestra seguridad, dicen.

 

Sé que todas estas situaciones tienen un origen común, estructural, en la explotación por el capitalismo triunfante de las personas y la naturaleza, pero ese argumento no me sirve de excusa, por muy manido que sea. Lo preocupante es que me he ido acorazando, que me he ido acostumbrando a esas dosis diarias de crueldad, cuando debería gritar de rabia.

 

La pandemia desatada en el mundo por el virus SARS-CoV-2 ha sido un aldabonazo que ha puesto en jaque el status quo, el mantenimiento de las desigualdades y las fronteras. El virus ha agudizado las contradicciones de nuestras sociedades acomodadas, consumistas y acostumbradas al narcisismo de la libre voluntad de sus ciudadanos. También ha puesto de manifiesto el desamparo en el que ha quedado el resto del mundo que, a estas alturas, apenas ha conseguido vacunar al 5% de su población.

En todos los países desarrollados se han producido violentas manifestaciones de protesta, bajo consignas de libertad, de los que no quieren aceptar las restricciones ni vacunarse para evitar el contagio de COVID.

 

La negativa de amplias capas de la población europea a seguir los consejos científicos para enfrentar la enfermedad y su negativa a vacunarse me resulta escandalosa. Su incapacidad de soportar las restricciones, el uso de mascarilla o los confinamientos preventivos obligados por las sucesivas olas de la pandemia, es decir, su resistencia a aceptar la más mínima restricción a su libre voluntad, contrastan vivamente con la entereza y resignación de los países más empobrecidos, que demandan vacunas y recursos sanitarios para acabar con la enfermedad.

En zonas remotas y poco pobladas de África, los servicios sanitarios se prestan en lugares de reunión, atendidos por profesionales admirables, donde ofrecen atención médica o planificación familiar.

 

Pues bien, en este marasmo de una sociedad atiborrada de opciones de consumo, ansiosa por satisfacer sus deseos en las compras navideñas y los Black Friday, leo en el Guardian cómo se las ingenian en África para llevar las pocas medicinas que les llegan hasta sus destinatarios. En un territorio agreste, polvoriento y azotado por la sequía, sin vías de comunicación y sin otros medios de transporte que una caravana de camellos, me admira la valentía, la decisión y el esfuerzo de las gentes comunes para transportar las medicinas hasta quienes las necesitan.

El contraste es descorazonador. Países, terriblemente empobrecidos por siglos de explotación colonial y esclavitud, demandan en vano a los países ricos medicinas y vacunas para proteger a su población. Las pocas vacunas que pueden adquirir en el mercado son distribuidas . A la vez, en Madrid se han desechado cientos de miles de vacunas cuya fecha de caducidad ha vencido, del mismo modo que en Estados Unidos se han desechado millones de vacunas.

 

Qué vergüenza!