Siempre pasa que cuando vamos a hacer los ejercicios de yoga ayurvédico aparecen espontáneos y, con ánimo de demostrar su inelasticidad y torpeza, se quitan los zapatos y aquello se convierte al instante en la Segunda Batalla de Ypres. Hablamos claro está de los efectos sofocantes del zapato. En la antigüedad el zapato nos protegía de la suciedad exterior pero hace tiempo que se convirtió en una industria de inmundicia que va dispersando miasmas y gases hediondos en las habitaciones de yoga de todo el mundo. Es un calzado que da problemas a los pies y también al entorno humano más cercano de los urbanitas. Éstos, víctimas y verdugos a un mismo tiempo, se pasan el día correteando de una habitación a otra cocinando sus pies dentro de los zapatos y cultivando allí insufribles olores a queso francés, mantequilla rancia y coles podridas que luego esparcen despreocupadamente en cualquier habitación en la que deciden detenerse para estirarse y descansar.
El zapato con suelas de cuero o caucho recubiertas de piel o telas es un invento destinado a las rigurosas estepas y las insalubres ciudades del norte de Europa, lugares fríos, sucios, lluviosos, llenos de humedad donde la gente se movía dificultosamente por las callejuelas chapoteando entre fango de excrementos salpicado de pobres, cochinos y grandes perros negros prestos a devorar los deditos de los pies de los viandantes de no llevarlos embutidos en esas minibarcas con las que salvaban aquellos peligrosos lodazales. Pero tales condiciones casi no existían en el sur de Europa, y no existen en las ciudades modernas. La vida urbana de la mayoría de la población no requiere calzado que se ajuste a medios tan extremos. Sin embargo en los asépticos y climatizados ambientes de nuestros entornos urbanos seguimos conservando los zapatos que, además de que ya no son de utilidad contra el barro o los pobres se han convertido en si mismos en un foco de enfermedades y gases nauseabundos.
Con el zapato somos un reservorio móvil de malos olores que combatimos adquiriendo plantillas de carbón, polvos antibacterianos o camuflándolos mediante perfumes ignorando que, según la cantidad y el tipo de perfume que nos echemos encima, el remedio puede ser mucho peor que la enfermedad. Esta moda que hace que seamos una pequeña bomba química andante, nos derritamos dentro de nuestros trajes en el trabajo y acabemos despilfarrando energía para refrescarnos se ha mantenido a lo largo de los últimos siglos porque el capitalismo surgió en esas ciudades gélidas, sucias y legamosas del norte de Europa y el zapato vino, con el resto del uniforme del trabajador burgués, a devaluar el estatus del calzado autóctono del sur que habían llevado patricios y emperadores, la alternativa saludable que siempre ha estado con nosotros, es decir: la sandalia, en su estado tecnológico más avanzado, el sistema de sandalias con calcetines #1.
La sandalia con calcetín es como un zapato al que se le puede cambiar la cubierta. Así se controla mejor que en cualquier otro calzado la temperatura y la transpiración y hasta buena parte de la estética, según se escojan diferentes tipos de calcetines. El calcetín es un elemento clave que recoge el sudor evitando que éste se desparrame por la planta del pie, mezclándose con la tierrecilla del exterior y formando un pequeño barrizal. Si la sandalia se usa muy seguido sin su calcetín, acabará oliendo a perro muerto, además de que la urea y el ácido del sudor la degradarán. Yo sigo la rutina de usar unos dos pares de calcetines al día, de este modo los calcetines pasan poco tiempo de trajín y basta con darles un agua con jabón y una ecobola #2 para tenerlos como nuevos al día siguiente. Con sus ciclos de calcetín la sandalia se mantiene impoluta y sólo se deteriora por desgaste de suela y correajes. Las sandalias son un calzado amigable, con ellas el pie vive mejor, no se cuece, los dedos no se espachurran y uno puede descalzarse en el yoga sin crear malos ambientes ni sofocos.