Hiroshima y Nagasaki ¿fueron las bombas atómicas las causantes de la rendición de Japón?

¿Fueron las bombas atómicas la causa de la rendición de Japón durante la Segunda Guerra Mundial? En este artículo pretendo poner de relieve que existe una visión alternativa sobre este discurso histórico. Tal vez la realidad sea más compleja de lo que aparenta.

El libro de texto que utilizábamos en el instituto liquidaba la Segunda Guerra Mundial con este párrafo: “El golpe final se produjo en 1944 con el desembarco aliado en Normandía. En agosto de ese año París fue liberado, y en mayo del año siguiente Alemania capituló después de que los aliados hubieran cercado Berlín. La rendición de Japón, tras su bombardeo atómico, fue el punto final del conflicto”. En otros manuales, como Historia del Mundo Contemporáneo coordinada por Emilio de Diego, esta vez ya universitarios, la idea se repite: “Las vacilaciones del Japón son disipadas por el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (agosto de 1945)”.

Si simplemente utilizamos nuestro sentido común, no podemos más que corroborar esta idea. Ante un Japón sin ninguna posibilidad de victoria y que simplemente se empecina en no rendirse, se utiliza el arma más mortífera que conoce la humanidad, un artefacto capaz de borrar de la faz de la tierra una ciudad de un solo golpe y ante el cual no cabe ninguna defensa posible. Nos parece evidente que nadie podría haber tomado una decisión diferente ante tales circunstancias. Sin embargo, no todos los historiadores admiten que lo evidente coincida con lo real, ya que la cuestión podría presentar una complejidad mayor.

Podemos encontrar varias incoherencias lógicas en esta explicación.

En primer lugar, existe un problema cronológico. Hiroshima fue bombardeada el 6 de agosto y Nagasaki el 9. El día 10, Japón anunció su intención de rendirse. A primera vista parece existir una clara relación causa-efecto, pero recordemos aquello de que correlación no implica causalidad. El gabinete de gobierno japonés fue informado inmediatamente de que Hiroshima había sido destruída por un artefacto (que inmediatamente identificaron como nuclear) el mismo día 6, pero no se reunieron hasta el día 9. Parece realmente sorprendente que ante un hecho tan relevante tardaran 72 horas en decidir reunirse, tras haber rechazado explícitamente la posibilidad de hacerlo. Por otro lado, tampoco Nagasaki podría haber influido en la decisión, pues la reunión sobre la conveniencia de rendirse había comenzado antes de que el segundo bombardeo atómico se produjese.

En segundo lugar, encontramos el problema de concebir a la bomba atómica como un tipo de ataque mucho más mortífero que los anteriores. Tenemos la imagen de que los ataques nucleares llevaron la guerra a otro nivel de destrucción que ya era simplemente inaceptable. Sin embargo, la realidad es que durante el verano de 1945 las ciudades japonesas sufrieron una campaña de bombardeos de alfombra terriblemente destructivos que ofrecen una cifras que pueden hacernos ver la cuestión desde otro ángulo. Un bombardeo típico de esa campaña consistió en cientos de B-29 portando entre 4 y 5 kilotones de poder destructivo. El artefacto lanzado sobre Hiroshima tenía un poder destructivo de 16,5 kilotones y el de Nagasaki de 20. Puestos en este contexto, tampoco parece tan impresionante. De hecho, si creamos una tabla ordenada con los daños generados, encontramos que fueron 68 las ciudades arrasadas durante la campaña de bombardeos, es decir, 66 mediante medios convencionales y 2 mediante bombas atómicas. Hiroshima ocuparía el puesto número 2 por civiles muertos, el cuarto por superficie destruída y el 17 por porcentaje de la ciudad destruída. El peor bombardeo que sufrió Japón fue el de Tokyo en marzo, con 120000 muertes. De hecho, podríamos preguntarnos por qué se eligieron esos dos blancos para los ataques nucleares y no otros, hallando la respuesta en que ya no había mucho entre lo que elegir, puesto que eran pocas las ciudades de más de 100000 habitantes que quedaban por destruir. 

Desde esta perspectiva, está claro que al alto mando japonés le era totalmente indiferente que los civiles estuviesen muriendo masivamente. Tenía asumido que todas las ciudades japonesas iban a ser reducidas a escombros. Si nos ponemos en los zapatos de un alto mando japonés, el 6 de agosto no fue un día especialmente malo; al fin y al cabo, solo una ciudad fue arrasada. Por ejemplo, las noticias que hubiésemos recibido el 17 de julio serían que Oita, Hiratsuka, Numazu y Kuwana habían sido atacadas con porcentajes de destrucción del 50%, 50%, 90% y 75% respectivamente.

Podemos, en definitiva, preguntarnos por qué perder las primeras 66 ciudades no tuvo efecto pero sí la número 67 y la 68. Dos días después del peor bombardeo, el de Tokyo, el exministro de exteriores, Shidehara, opinó que la población acabaría acostumbrándose a ser bombardeada y que reforzaría su unión y determinación. En una carta a un amigo escribió que “incluso si centenares de miles de civiles mueren, son heridos o sufren hambre, incluso si millones de edificios son destruidos o quemados”, hacía falta más tiempo para la diplomacia. Shidehara era parte de la facción moderada de la élite japonesa.

Mark Selden, profesor, asegura que "Los japoneses ya habían sufrido la destrucción de ciudad, tras ciudad, tras ciudad, con la pérdida de aproximadamente medio millón de vidas, por causa de los bombardeos estadounidenses. Y no habían parpadeado, pero era porque estaban queriendo obtener una pequeña concesión de Estados Unidos, que exigía una rendición incondicional: la protección del emperador".

El tercer problema lo encontramos al realizar un análisis estratégico militar. Ni el más fanático de los líderes japoneses creía posible una victoria. La cuestión era cómo rendirse y qué condiciones aceptar. Los aliados exigían una rendición incondicional pero los japoneses eran conscientes de que se estaban realizando juicios contra los jerarcas nazis por crímenes de guerra. Su objetivo era conseguir salir impunes del conflicto, conservar el sistema imperial y lo esencial de su sistema político o incluso alguno de los territorios conquistados. Para conseguirlo, tenían dos opciones. La primera era diplomática: tenían un pacto de no agresión con la URSS hasta el 46, por lo que esperaban que Stalin se aviniese a unirse a las negociaciones de paz. A los soviéticos no les interesaba que Japón se convirtiese en territorio americano, pegado a sus fronteras. El inicio de la Guerra Fría era ya una realidad evidente para el futuro inmediato. Los rusos podrían presionar para mantener a Japón como una especie de estado-tapón, lo que significaba una ventana de oportunidad para los intereses de los dirigentes japoneses.

La segunda opción era la militar. Aún contaban con 1,2 millones de soldados en sus islas dispuestos para la defensa y convenientemente dispuestos para enfrentarse a un asalto desde el sureste. Los planes incluían añadir a cuantos civiles fuera posible a la lucha, incluso equipándolos simplemente con cañas de bambú afiladas o explosivos atados a sus cuerpos, que debían utilizar en sucesivas oleadas humanas contra la infantería americana. El diario de guerra del Cuartel General Imperial concluyó que “ya no podemos dirigir la guerra con alguna esperanza de éxito. El único plan que queda es que los cien millones de japoneses sacrifiquen sus vidas cargando contra el enemigo para hacerles perder la voluntad de combatir”.

Los militares estadounidenses temían, con razón, que las bajas sufridas entre sus tropas serían inasumibles si intentaban una invasión terrestre, aunque el alto mando parecía estar dispuesto a realizarla. Según los diversos cálculos aliados las bajas estadounidenses serían de 400000 a 800000 muertos y las japonesas de 5 a 10 millones. 

En definitiva, el bombardeo de Hiroshima, no alteraba en nada ninguna de las dos opciones. Sin embargo, la declaración de guerra de Stalin, hacía esfumarse ambos escenarios. De posible intermediario en la mesa de negociaciones, se había convertido en beligerante. Por otro lado, la resistencia era inviable. Con todo el ejército atrincherado en las posiciones necesarias para repeler el desembarco americano, no había nada que oponer frente a un ataque por la espalda. El rápido desmoronamiento del ejército en Manchuria frente a los rusos no hará más que reforzar esta hipótesis.

Desde un punto de vista estratégico, la entrada de la URSS en la guerra acortaba los plazos, pues el alto mando japonés calculaba que aún quedaban varios meses para que los americanos estuvieran listos para lanzar su ataque anfibio. Sin embargo, ya en la reunión del consejo supremo en junio, se comentó (Kawabe) que “el mantenimiento de una paz absoluta en nuestras relaciones con la Unión Soviética es imperativa para la continuación de la guerra”.

Según el historiador Tsuyoshi Hasegawa, fue precisamente la posibilidad de un involucramiento soviético lo que terminó de decidir a Truman por el uso de la bomba ya que “en otras palabras, la principal razón para usar la bomba fue forzar a los líderes japoneses a que se rindieran antes de que los soviéticos entraran a la guerra. Las dos cosas están muy conectadas”.

Cuando hablamos de Historia, siempre hemos de separar los hechos de las interpretaciones. En este caso, poco importa si Japón se rindió por el bombardeo atómico, por la declaración de guerra de Stalin o por una combinación de ambas. Sin embargo, hemos de preguntarnos a qué intereses responde el hecho de que una interpretación se imponga a otra aunque sea la menos plausible desde una perspectiva puramente racional.

Desde la perspectiva japonesa, la narración que sitúa a la bomba como el hecho determinante, es muy beneficiosa para sus intereses. Los dirigentes del imperio del sol naciente debían responder, en primer lugar, por la responsabilidad de haber llevado a cabo una guerra desastrosa en la que habían cosechado una serie de derrotas catastróficas que habían causado una enorme masacre entre sus súbditos, para acabar siendo humillados ante el enemigo. Habían ocultado sistemáticamente la gravedad de la situación, insistiendo hasta el final en la posibilidad de victoria y en el deber de no rendirse jamás. Sin embargo, la aparición de un “deus ex machina” solucionaba la papeleta de un plumazo. Ante un arma de cualidades divinas, incluso podría admitirse que la supuesta dirección del también divino emperador hubiese fallado. El discurso de los dirigentes nipones podría defender que la rendición era por evitar sufrimientos a su pueblo, aunque existen diversas pruebas de que ese factor era irrelevante en sus cálculos. Parece bastante evidente la hipocresía del discurso imperial de rendición: 

“Además, el enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y muy cruel, cuya capacidad de provocar daño es realmente incalculable, provocando la muerte de muchas vidas inocentes. Si continuáramos luchando, no solo tendría como resultado el colapso y destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la completa extinción de la civilización humana.

Siendo así el caso, ¿cómo vamos nosotros a salvar a nuestros millones de súbditos, o a expiarnos ante los espíritus benditos de Nuestros Ancestros Imperiales? Esta es la razón por la que hemos ordenado la aceptación de las disposiciones de la Declaración Conjunta de las Potencias.

Las dificultades y sufrimientos a los que nuestra nación quedará sujeta de ahora en adelante serán ciertamente enormes. Somos plenamente conscientes de los sentimientos más profundos de todos vosotros, nuestros súbditos. Sin embargo, es de acuerdo a los dictados del tiempo y del destino que hemos resuelto preparar el terreno para una gran paz para todas las generaciones que están por llegar, soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible”.

Por otro lado, las bombas atómicas servían como expiación ante los pecados (léase crímenes de guerra) del Imperio Japonés. Si se habían cometido masacres de civiles, violaciones y todo tipo de torturas, la nación japonesa ya había pagado un alto precio al haber sido la única en recibir un castigo nuclear. De esta forma los crímenes de la nación (siempre es conveniente reducir a toda la población a una única unidad en ciertas situaciones) quedaban compensados con el castigo recibido. Este discurso histórico ha pervivido hasta nuestros días de forma que podríamos realizar el experimento y conseguir rastrearlo en cualquier conversación sobre la Segunda Guerra Mundial. Japón sigue siendo más simpático que Alemania porque, entre otras cosas, sufrió un mayor castigo. La estrategia de la victimización ha dado sus resultados hasta el presente.

Desde la perspectiva norteamericana, no había duda de que las bombas atómicas habían sido determinantes. Podemos advertir una continua malinterpretación de la mentalidad japonesa por parte de las autoridades occidentales, siempre oscilante entre el racismo hacia los “amarillos” y la interpretación desde las coordenadas culturales propias. Para los dirigentes de los EEUU, la bomba servía de demostración pública del increíble poder que había alcanzado su ejército y serviría tanto para forzar la rendición de los japoneses como para amedrentar a los soviéticos, que no disponían de un arma semejante. Realmente no podemos asegurar que alcanzara ninguno de los dos objetivos, puesto que ya hemos argumentado que los japoneses daban por descontado la destrucción de todos sus núcleos urbanos; los soviéticos ya tenían en marcha su propio programa nuclear, por lo que diversos testimonios aseguran que Stalin no se inmutó y simplemente ordenó a sus científicos acelerar la investigación.

Ambas perspectivas confluyeron. El historiador japonés Asada Sadao recuerda que en muchos de los interrogatorios tras la rendición “los oficiales japoneses estaban ansiosos por complacer a sus entrevistadores americanos”. Si los invasores estaban convencidos de que la rendición había sido forzada por los ataques atómicos, ¿para qué contradecirlos? Pensemos que el mayor deseo de los interrogados era complacer y congraciarse con los interrogadores. Se produjo un sesgo de confirmación. Los americanos deseaban confirmar que los 2 billones de dólares empleados en el arma no habían sido desperdiciados, ya que habían forzado la rendición de los japoneses y eliminado la amenaza soviética. Los japoneses deseaban confirmarles todo aquello que quisieran para congraciarse con sus vencedores. El arma milagrosa, además, limpiaba su honor militar y camuflaba sus crímenes de guerra. Todo el mundo ganaba con este relato. La guerra se cerraba con un último acto espectacular e icónico: Truman aseguró que “los japoneses empezaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto ese golpe multiplicado”.

Recientemente se ha publicado Hiroshima: sol, silencio, olvido, en el que los autores hablan sobre la interpretación de aquel conflicto. Vale la pena citar algunos fragmentos de una entrevista:

P. Da la impresión de que fue una operación exitosa porque cabe la tentación de pensar si el propio pueblo japonés asume que es mejor no remover nada contra EEUU para evitar que se juzguen sus propias acciones como la matanza de Nankin en China. ¿Estaban al tanto de lo que habían hecho ellos durante la guerra?

R. No, la población japonesa no fue consciente y, de hecho, lo que hizo Japón durante esos años es poco conocido también ahora en la medida en que, a pesar de que se está abriendo allí el debate de la memoria histórica, todavía los planes de estudio de ese periodo de la historia son muy opacos, entre otras cosas porque el partido político es el mismo y porque las relaciones familiares en la élite aún permanecen: el abuelo del presidente más longevo, Shinzo Abe, fue un alto dirigente del gobierno de Hiro Hito y su el líder del Partido Liberal Demócrata durante muchos años en la posguerra. Es decir que los que han dominado el discurso sobre la bomba y el papel de Japón en la guerra han sido los mismos y su objetivo ha sido enterrarlo. Esto implica que sea bloqueada no solo cualquier iniciativa de restitución a las víctimas sino también la revisión de ese periodo.

(...)

P. Bueno, es el otro aspecto clave y quizás al que más atención se le ha prestado pero, ¿realmente la bomba se lanzó para amedrentar a la URSS?

R. Claro, había un doble objetivo por eso a la hora de elegir las ciudades donde se iba a lanzar, para saber cuál era el efecto real que iba a provocar se eligieron dos ciudades como Hiroshima y Nagasaki que no habían sido previamente bombardeadas... Es terrible pero no había mejor forma de comprobarlo: así se sabía cuál era el daño concreto que se hacía, el interés aunque parezca duro, científico. El otro, que era geopolítico era para decirle a la URSS que mucho cuidado porque nosotros tenemos este arma y tú no la tienes. EEUU entiende sobre todo a partir de Stalingrado que su enemigo próximo van a ser los soviéticos y de hecho esa política de contención dura hasta el año 1949 cuando Stalin consigue el desarrollo de la bomba atómica y al año siguiente ya comenzaban los puntos calientes de la Guerra Fría que es la confrontación en Corea.

Como conclusión, señalar que los hechos históricos pueden ser objetivos pero su interpretación nunca es directa. Frente al discurso comúnmente aceptado de que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki forzó la rendición de Japón, podemos, al menos, oponer otros discursos que poseen una sólida argumentación que los sostiene. Al mismo tiempo, resulta incluso más interesante ahondar en las razones sociológicas y políticas que empujan a la opinión pública a aceptar una interpretación histórica concreta.