Llevaba demasiado tiempo en un tren cuya velocidad era extrema. Tanto que no podía mirar el paisaje a través de la ventanilla, pues era una cascada de colores y formas difusas. Entre sus compañeros de vagón había algunos que llevaban allí toda una vida. Los más viejos se levantaban en un cierto momento del trayecto y, con el mismo gesto de autómatas que siempre les había acompañado, lo dejaban y nunca volvían.
El tren hizo una parada técnica y su mirada fue hacia la ventanilla. Vio el paisaje, un olivar bañado por el sol, y percibió su reflejo superpuesto a la belleza del exterior. Había olvidado su imagen, como tantas otras cosas. La ilusión de sentirse fuera del tren a través del reflejo era tan dulce como duro era el cristal. Mientras envidiaba a su yo transparente que le miraba a los ojos, el motor del tren anunció que el viaje continuaba.