No me basta que me hables en sueños y preciso traerte a la luz del día. Tú misma me lo pides cuando empiezas a hablarme tras caer la noche. Entre tantas ideas circulaes, entre mil y una obsesiones...sobresale tu silueta. Me hablas de cuando, hace ya muchos años, bailabas en soledad sin más música que tu propio instinto. Amabas la soledad y el silencio, la gente te hastiaba y sólo encontrabas paz en aquellos placeres del espíritu que se disfrutan lejos de cualquier mirada.
Siendo casi una niña pensabas constantemente en la muerte, porque nada de lo tangible era capaz de ilusionarte. Tus horas de luz se reducían a los ratos en que tocabas el clavicordio. Su música te llevaba a otra dimensión, pero regresabas demasiado pronto, demasiado débil...demasiado exhausta. Y el vulgar teatro que te tocaba representar día tras día era demasiado pesado. Un día decidiste morir y te lanzaste a aquel lago. Y otro día yo decidí mirarlo, y entraste en mi cabeza.
Desde entonces no te fuiste de mi mente, y elegiste las noches para hablarme. Y descubrí que si hubiésemos coincidido en el tiempo nuestras tragedias no se habrían desencadenado. Tú no habrías muerto y yo no sería un cuerpo sin alma.
Recuerdo la primera vez que me pediste un beso. Te pregunté cómo sería posible si no puedo tocarte porque eres niebla en la noche. Y me pediste un cuerpo. Te lo entregué manchado de sangre. Y lo habitaste, y pude besarte y poseerte a través de él, y me hablaste por sus labios con una nitidez que nunca había escuchado. Y lo llenaste con tu pálida belleza hasta que se corrompió. Lo hicimos cenizas, y entonces me pediste otro.
Mientras esté en el mundo de los vivos seguiré procurándote los cuerpos que precises. Así podrás habitarlos y yacer conmigo. Como te dije, si algún día soy descubierto abandonaré el mío antes de que me cojan. Entonces me haré niebla y habitaré tu mundo contigo. Para siempre.