Un grupo de personas que no existe ha pasado toda esta semana celebrando, en ningún lugar de la Tierra, los diez años de vida de un sueño que está muerto. Hace años, este tipo de lógica sonaba estimulante: era la que prometía Second Life, aquella plataforma virtual en la que el usuario podía crear una versión digital de sí mismo y vivir esa epónima segunda vida en la que construirse faraónicas mansiones de píxeles y crear, comprar o vender bienes con los que hacer fortuna en una moneda llamada dólares Linden. Las posibilidades eran infinitas.
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