Corría la primera mitad del siglo pasado, Europa estaba sumida en la segunda guerra mundial y París se alejaba del brillo y el olor del óleo. Con los Nazis desfilando en Montmartre, miles de personas huían del que hasta el momento había sido el centro del Arte universal. Acostumbrada a las grandes migraciones, aislada de los panzer y protegida del fascismo imperante en el viejo continente, Nueva York se convirtió en el destino de cientos de artistas exiliados de todas partes del mundo.
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