El secularismo, una de las conquistas más brillantes de la humanidad, garantía para evitar conflictos entre los fanáticos religiosos (pues el principal adversario de un religioso es otro religioso y no un ateo), sucumbe hoy ante el hábil juego del chantaje-victimismo de quienes controlan la espiritualidad de los fieles. Los ateos, unos desde la condescendencia, menosprecian el peligro de la capacidad de la fe –siempre ciega-, en movilizar a entregados devotos, y otros levantan la bandera antirreligiosa, dividiendo a los ciudadanos por su credo.
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