La unión o la muerte - Albert Libertad

Se dice que los lobos no se comen entre sí. Tengo muy poco conocimiento personal de los hábitos de estas bestias como para permitirme creer este dicho, que es menos estúpido que la mayoría de los dichos. Si por casualidad fuera cierto, sólo nos demostraría una cosa: que entre los hombres y los lobos hay, además de las distinciones zoológicas, una gran diferencia de apetito.

Es probable y cierto que la civilización, tan maravillosamente favorable al desarrollo de nuestros instintos más salvajes, ha destruido en nosotros los escrúpulos que nuestra ferocidad podría haber tenido en común, en tiempos mejores, con la de los lobos. Ya no estamos, por desgracia, al nivel de la antropofagia vulgar, la que se contenta con degollar, trocear, cocinar y digerir limpiamente nuestra carne humana. Estos procedimientos simplistas quedan relegados a unas pocas latitudes tropicales, donde parece que se aplican cada vez menos. En casa, en nuestros buenos y privilegiados países, donde el progreso se ha abierto paso, nos comemos unos a otros con una gula tanto menos escrupulosa cuanto que podemos cocinarnos de mil maneras fáciles, aunque no muy agradables.

Pero naturalmente, como en todas las manifestaciones del progreso ya mencionadas, es el obrero, es el proletario quien siempre dirige. Soberanos, financieros y burgueses no desdeñan comer entre ellos. Sin embargo, o bien su gusto no es muy aficionado a la comida que se les proporciona después de haberla utilizado, o bien la comida del pueblo les resulta más atractiva, es a esta última dieta a la que los mencionados dan casi generalmente su preferencia. El proletario no tiene esos disgustos. Se ama a sí mismo con todo tipo de salsas, y, bien o mal condimentado, joven o viejo, tierno o duro, macho o hembra, se devora a sí mismo con un apetito que es más o menos la única muestra creciente de estima que se concede.

Id a la ciudad o al campo, entrad en la fábrica, en el taller, en la oficina, en todas partes los pobres obreros de la turbina se obstinan en aumentar la fortuna de algún amo, en todas partes encontraréis que, tras el ardiente deseo de conquistar y conservar la estima del jefe, el sentimiento más extendido es la determinación de luchar contra los compañeros de trabajo o de miseria. ¿Está realmente orgulloso de su sumisión? No lo sabemos. Pero el trabajador está cada vez más celoso de cualquiera que esté en su mismo rango, remachado a la misma cadena, que intente romper sus ataduras y recuperar un poco de bienestar y libertad. ¿Hay alguien que se niegue a vivir en un barrio sucio o en un cuartel apestoso? Que prefiere la ropa buena o bonita de su elección a la librea de trabajo. ¿Quién eleva materialmente e intelectualmente sus deseos, refina sus gustos? ¿Quién, sobre todo, busca liberarse de la dominación de todos los jefes para trabajar solo a su antojo? Es inmediatamente, casi en todas las filas de sus hermanos, un grito de odio furioso. ¿Hay otro, por el contrario, que, buscando por otros medios protestar contra el trabajo impuesto o mostrar su disgusto por la vida doméstica, se refugia en la privación de todo para no trabajar; se condena a noches sin abrigo, a días sin comida, a mal tiempo sin ropa? Contra este fugitivo, en una carretera opuesta, se alza el mismo grito con furia por parte de los mismos compañeros de cadena.

En definitiva, el trabajador no debe buscar un principio de libertad o un anticipo de felicidad ni en el trabajo gratuito ni en la franca ociosidad; ni en lo mejor ni en lo peor. Hay que permanecer allí; en la fila, bajo la mirada y la frente del maestro, mansamente, con paciencia, como los compañeros... ¡y no ser un listillo! Se podría imaginar de buen grado que una vez aceptada la servidumbre, el trabajo asalariado, el yugo común soportado sin réplica, el trabajador en su condición encontrará en sus semejantes algún tipo de simpatía, una mayor solidaridad, una compensación más o menos suave por su parte de miseria acordada. Una suposición ingenua.

Los trabajadores no sólo son despiadados con los que abandonan sus filas para ascender o descender, para disfrutar o sufrir, sino sobre todo con los que se esfuerzan y permanecen entre ellos. ¿Necesita un amo o un capataz una guardia, una vigilancia, una fuerza policial, una defensa contra uno o varios de sus esclavos? Nueve de cada diez veces no encontrarán guardianes más fieles, defensores más activos que en los propios compañeros de estos desgraciados. Todos los días denunciamos, con razón, y ciertamente no con la suficiente violencia, a la administración y a la empresa que despide, a los jefes que despiden, a los propietarios que expulsan, a los ricos que apartan. La sinvergüenzura de los sinvergüenzas no se ve mitigada por la cobardía de quienes les sirven. Pero esta cobardía tampoco tiene excusa.

A veces se oye decir que el desgraciado amargado por su impotencia, el trabajador irritado por su continuo e inútil esfuerzo, concibe malos estados de ánimo por los que sus semejantes pagan los malos caprichos, si no es por los amos demasiado elevados para ser alcanzados. Uno puede llegar lejos con esa teoría. Los trabajadores no se ayudan entre sí, incluso se perjudican, eso es innegable. Lo hacen al menos en la práctica, lo que es esencialmente grave. Para defender tal actitud, todas las razones imaginadas son malas. Con el pretexto de la emancipación, el proletariado está dando en la actualidad un lamentable ejemplo de su obstinación en la servidumbre y de su feroz deseo de mantener presos en ella al mayor número posible de sus propios hijos. El proletariado está forjando para sí mismo una nueva y más pesada cadena, inventando para su propio uso un patronazgo más intratable, una autoridad más tiránica que cualquier cosa que se le haya impuesto en el pasado.

El sindicato es por el momento la última palabra en imbecilidad y ferocidad proletaria. Este nuevo sistema de interregulación se está extendiendo por todo el mundo de los trabajadores. Y el afán de los poderes públicos o privados de oponerse a ella sólo con una resistencia hipócrita es perfectamente lógico. Los sindicatos disciplinarán a los ejércitos del trabajo con más fuerza que nunca y los convertirán, a su antojo, en mejores guardianes del capital.

En una reciente campanada electoral, un tipógrafo subió a una tribuna y proclamó que todos los trabajadores no sindicalizados eran enemigos del proletariado, falsos hermanos, ¡por los que no había que tener piedad ni misericordia! Y la multitud de sindicalistas aplaudió frenéticamente. Y los demás trabajadores pueden morir de hambre, de enfermedad, de miseria. Los jefes o los compañeros que acudieran en su ayuda serían así denunciados ante la indignación pública. La unión o la muerte.

No estamos del todo ahí, pero no estamos lejos de ello en realidad. Y mientras esta monstruosa ceguera empeore, la alternativa se impondrá sin remisión. En realidad, esto es todo lo que se necesitaba para completar la siniestra farsa de la emancipación que nos han hecho creer durante más de cien años. Lo menos que uno puede arriesgarse a decir hoy es que le llamen imbécil cuando se trata de la economía social.

Si se dejan devorar por el Capital o si se devoran entre ellos (y por el momento, ambas cosas se están logrando al mismo tiempo), podemos predecir, sin mucha fatuidad, ¡a qué tipo de emancipación se dirigen los proletarios! ¿Decidirán probar otra cosa?

Albert Libertad

Traducido por Jorge Joya

Original: fr.theanarchistlibrary.org/library/albert-libertad-le-syndicat-ou-la-m