Clara Diez no parecía destinada al queso. En su casa siempre había roquefort, a su madre le pirraba, pero a ella no le despertaba interés. Su relación con ese producto era distante. “Me parecía de lo más soporífero”, recuerda. Esto era a finales de los noventa, principios de la década de 2000, Clara era una niña aficionada a la lasaña y en España el queso permanecía estancado en la monótona dimensión de la producción industrial.
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