Desde su azotea se contempla de un lado el Malecón, con el castillo del Morro absorbiendo la luz de la tarde, y del otro las terrazas de Centro Habana, esa belleza decadente que, en algunas esquinas, recuerda a la Gaza bombardeada. Pedro Juan Gutiérrez —rapado y delgadísimo, camisa, pantalones cortos y chancletas, barba cana de dos días— ha hecho de este barrio de la capital cubana su territorio narrativo, el microcosmos de sexo, precariedad y sueños rotos por el que se mueven los personajes de sus títulos más celebrados.