La morfina altera el ciclo de expansión y contracción, descarga y tensión. Se desactiva la actividad sexual, se inhibe la peristalsis, las pupilas dejan de reaccionar ante la luz y la oscuridad. El organismo no se contrae ante el dolor, ni se expande ante las fuentes de placer habituales. Se adapta a un ciclo propio de la morfina. El adicto es inmune al aburrimiento. Es capaz de estarse mirando la punta de los zapatos durante horas, o de permanecer simplemente en la cama. No necesita contactos sexuales, ni sociales, tampoco trabajo, diversión, ejercicio..., no necesita nada excepto morfina.
Foto: Richard Avedon
William S. Burroughs (1914-1997) es una figura legendaria de la literatura norteamericana del siglo XX, un escritor comparado con Villon, Rimbaud y Genet. Tanto su vida como su obra, de un pesimismo total y un sombrío sentido del humor, reflejan una actitud de rebelión permanente contra la sociedad convencional. Homosexual, drogadicto durante muchos años, amigo e ídolo de Kerouac y Ginsberg, se le considera el gran «gurú» de la generación beat, pese a su negativa a ser incluido en ella.
Estas graves alteraciones, como lo había sido ya la rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario. Demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque fuera con un coste alto de sangre. En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también en otros países, y las organizaciones sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, libres y sin falseamiento gubernamental, en las que la CEDA, igual que los demás partidos, puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un gobierno que emprendía de nuevo el camino de las reformas con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.
Nada de eso, sin embargo, conducía a una guerra civil. Esta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del estado y del gobierno republicano para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del gobierno para mantener el orden, ese golpe de estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la guerra civil.
En Historia de España, Volumen 8: República y guerra civil; capítulo 5. Ed. Crítica.
Julián Casanova, Catedrático de Historia contemporánea de la Universidad de Zaragoza
“Si murmurar la verdad aún puede ser la justicia de los débiles, la calumnia no puede ser otra cosa que la venganza de los cobardes.”
Jacinto Benavente, “La ciudad alegre y confiada” (obra de teatro, 1916)
Una maestra, en el día de su cumpleaños, estaba abriendo todos los regalos que le habían hecho cuando, de pronto, se le acercó una niña que llevaba una pequeña flor naranja en su mano.
—Vaya —dijo la maestra sorprendida al verla— ¿dónde has encontrado esa flor tan bonita?
—Bueno, en realidad no la he encontrado, he ido a buscarla.
Esta es una flor que solo crece en las partes más alejadas del bosque, justo a la orilla del lago.
La profesora sabía que el lago estaba a unos seis kilómetros de distancia de la escuela y que aquella niña habría tardado horas en conseguir la flor.
Se emocionó tanto que no pudo evitar derramar unas lágrimas.
—Muchas gracias, muchas gracias, es un detalle tan bonito, pero no debiste ir tan lejos para buscarme un regalo.
—Bueno —contestó la niña— eso también forma parte del regalo.
Autor desconocido
Cuento recogido en “Cuentos para entender el mundo”, adaptación cuento sufí.
Yo soy guerrero para que mi hijo pueda ser granjero. Para que mi nieto pueda ser abogado. Para que mi bisnieto pueda ser poeta.
Cita atribuida a Thomas Jefferson durante la Guerra de Independencia.
"Siempre será uno de los mejores chistes de la democracia el que proporcionó a sus enemigos mortales los medios por los que fue destruida. Los dirigentes perseguidos del NSDAP se convirtieron en diputados parlamentarios y adquirieron con ello la inmunidad parlamentaria, asignaciones y billetes gratuitos para viajar. Pasaron así a estar a salvo de la intervención policial, pudieron permitirse decir más que el ciudadano corriente y, aparte de eso, tuvieron pagados por el enemigo los costes de su actividad. Se puede obtener un magnífico capital a costa de la estupidez democrática. Los miembros del NSDAP comprendieron eso inmediatamente y les produjo una enorme satisfacción."
La llegada del Tercer Reich, Richard J. Evans
Lanzándose desde una cima, un águila arrebató a un corderito.
La vio un cuervo y tratando de imitar al águila, se lanzó sobre un carnero, pero con tan mal conocimiento en el arte, que sus garras se enredaron en la lana, y batiendo al máximo sus alas no logró soltarse.
Viendo el pastor lo que sucedía, cogió al cuervo, y cortando las puntas de sus alas, se lo llevó a sus niños.
Le preguntaron sus hijos acerca de qué clase de ave era aquella, y les dijo:
- Para mí, solo es un cuervo; pero él, se cree águila.
Fábula de Esopo
Como la otra vida es una especie de ajuste de cuentas, podríamos pensar que no están incluidos los animales, que no son responsables de sus actos. Menos mal que sería una equivocación. La otra vida habría sido una etapa muy solitaria sin animales, y hemos descubierto la agradable realidad de que el más allá está lleno de perros, mosquitos, canguros y muchas otras criaturas. Después de llegar y echar un vistazo, resulta obvio que todo lo que existió antes disfruta de una segunda vida.
Empiezas a darte cuenta de que el regalo de la inmortalidad se aplica también a todo aquello que creamos. La otra vida está llena de teléfonos móviles, tazas, adornos de porcelana, tarjetas de visita, candelabros, dianas. Las cosas que fueron destruidas en el pasado -barcos atacados, ordenadores desechados, muebles rotos- regresan en perfecto estado a la otra vida. Todo lo creado por nosotros puede acompañarnos en la otra vida, en contra de la advertencia de que no podemos llevárnoslo con nosotros. Todo lo creado sobrevive.
Esta norma se aplica, sorprendentemente, a todas las creaciones, no sólo a los objetos materiales, también a conceptos mentales. Así que junto con los objetos, en la otra vida nos acompañan los dioses creados por nosotros. A solas en una cafetería, es perfectamente posible que te encuentres con Resheph, el dios semítico de las plagas y la guerra. De la frente le sale una cabeza de gacela y mira por la ventana a los viandantes con aire de nostalgia. En un pasillo del supermercado tal vez veas al dios babilonio de la muerte, Nergal, al griego Apolo o al védico Rudra. De igual forma contemplarás a los dioses de las llamas y las lunas, a la diosa de la sexualidad y la fertilidad, a los dioses de los caballos de guerra caídos en la batalla y los esclavos fugados dentro del centro comercial. A pesar de ir vestidos de incógnito, se les detecta fácilmente por su enorme tamaño y por otras características como cabezas de león, multiples brazos o colas de reptil.
Están solos debido, en gran medida, a que han perdido público. Solían curar enfermedades, actuar como intermediarios entre los vivos y los muertos y repartir cosechas, protección y venganza entre sus fieles. Ahora ya nadie sabe ni cómo se llaman. Ninguno pidió que lo crearan, y así y todo se encuentran atrapados aquí para toda la eternidad. Sólo rara vez se produce un resurgimiento localizado de la creencia en algún dios antiguo, una pequeña reunión de seguidores, pero son arrebatos que no suelen durar mucho. Los dioses saben que están atascados aquí con la mano de cartas que les ha tocado en suerte: una personalidad vengativa, ojos que echan fuego, familias con problemas de adaptación y la eternidad en sus manos.
Cuando empiezas a mirar a tu alrededor, te das cuenta de que hay miles. El dios azteca Mictlantecuhtli, el dios mono chino Sun Wukong, el noruego Odín. En la otra vida, en la guía telefónica aparecen dioses como la Serpiente del Arcoiris de los aborígenes australianos, el dios prusiano Zempat, el sorbiano Berstuk, el algonquino Gitche Manitou, el sardinio Maymon o el tracio Zibelthiurdos. De igual forma, en un restaurante es posible participar sin quererlo de la fría relación existente entre la diosa babilonia del mar, Tiamat, y el dios de las tormentas, Marduk, que una vez la partió en dos. Ella picotea del plato y contesta con secos monosílabos a los intentos de él de entablar una conversación.
Algunos de los dioses están relacionados entre sí; otros tienen genealogías imposibles de seguir. Tienen en común que son proclives a rechazar la morada gratuita que se les ofrece en la otra vida, aunque nadie sabe muy bien por qué. Lo más probable es que sea porque les cuesta aceptar la idea de descender al nivel de aquellos que en su día se arrodillaban ante ellos para adorarlos.
Así, por las noches, solos y sin hogar, se reúnen a las afueras de la ciudad y se echan a dormir sobre grandes praderas verdes. Si te interesa la historia y la teología, disfrutarás recorriendo estos campos sembrados de dioses, este silencioso espectáculo horizontal de deidades abandonadas dispuestas en hileras irregulares en punto de fuga. Aquí es posible que te topes con el Bathalang Maykapal de los tagalogs y su principal enemigo, el dios lagarto Bakonawa; como ya no le importa a nadie si se pelean o no, ahora se sientan a compartir una botella de vino. Te encuentras al dios de la luz, Atea, del archipiélago Tuamotu, y a su hijo, Tane, que en sus buenos tiempos arrojó contra su padre los rayos de su antepasado Fatutiri; ahora toda la familia está reunida. Sus vendettas están apagadas y parece difícil que puedan cobrar vida de nuevo. Mira, allí está Tawhirimatea, el dios maorí de las tormentas y los vientos, que se pasó la vida castigando a sus hermanos dioses por separar a sus padres, Rangi y Papatuanuku; como ya no hay público, se le han terminado los vientos y juega a las cartas con sus hermanos bajo un despejado cielo. Más allá se puede ver a Khonvoum, el dios supremo de los pigmeos bambuti, sujetando su arco fabricado con dos serpientes. Cree que todavía puede aparecerse a los humanos como un arco iris. Aquí está el dios del fuego de los shinto, Kagu-tsuchi, cuya madre murió abrasada al dar a luz; la única prueba que queda ahora de aquel fuego es un ligero olor a quemado.
Como si se tratara de un museo, estos campos de dioses, esta enciclopedia pastoral de la mitología, es un testamento de la creatividad humana y la cosificación. Los antiguos dioses están acostumbrados a vernos por aquí; los nuevos están molestos por lo rápidamente que han pasado de la veneración y el martirio al abandono y el turismo.
Aunque los dioses han elegido voluntariamente congregarse aquí fuera, la verdad es que no se soportan mutuamente. Se sienten confusos, porque se han encontrado aquí, en la otra vida, pero en lo más profundo de su ser creen que están al mando. Salen a la superficie por su agresividad y todavía quieren reclamar su supremacía sobre los demás. Pero aquí ya no están en lo alto de la jerarquía, sino que sufren hombro con hombro en la hermandad del abandono.
Hay sólo una cosa que aprecian de la otra vida. Debido a su famoso carácter vengativo y a su creatividad en el arte de la tortura, están muy impresionados con esta versión del Infierno.»
"Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar? ¡Qué fácil, rápido y barato!”
Santiago Ramón Y Cajal
Médico y escritor español
(1852-1934)
MAX: ¡Es horrible!
EL PRESO: Van a matarme... ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?
MAX: Lo que le manden.
EL PRESO: ¿Está usted llorando?
MAX: De impotencia y de rabia. Abracemonos, hermano.
“Había una vez un lobo que vio a un cordero en la orilla de un río y quiso comérselo ofreciendo un pretexto simple pero verosímil. A pesar de estar río arriba, le acusó de no dejarle beber al revolver el agua. El cordero contestó que al estar el lobo río arriba y el más abajo, no era posible que así fuera.
Al ver el fracaso, el lobo acusó al cordero de haber insultado a sus padres el año anterior, a lo que el cordero contestó que hacía un año el aún no había nacido. El lobo dijo entonces que, aunque el cordero se justificaba muy bien, no le dejaría ir y no iba a dejar de comérselo".
A menudo, aquellos que quieren provocarnos daño, no se van a detener independientemente de nuestros argumentos o de que sea o no justo.
Fábula de Esopo
Un sacerdote estaba a cargo del jardín dentro de un famoso templo zen. Se le había dado el trabajo porque amaba las flores, los arbustos, y los árboles.
Junto al templo, había otro templo más pequeño donde vivía un viejo maestro. Un día, cuando el sacerdote esperaba a unos invitados importantes, tuvo especial cuidado en atender el jardín.
Sacó las malezas, recortó los arbustos, rastrilló el musgo, y pasó un largo tiempo juntando y acomodando con cuidado todas las hojas secas. Mientras trabajaba, el viejo maestro lo miraba con interés desde el otro lado del muro que separaba los templos.
Cuando terminó, el sacerdote se alejó para admirar su trabajo.
— ¿No es hermoso? — le dijo al viejo maestro.
— Sí — replicó el anciano —, pero le falta algo. Ayúdame a pasar sobre este muro y lo arreglaré por ti.
Luego de dudarlo, el sacerdote levantó al viejo y lo ayudó a bajar. Lentamente, el maestro caminó hacia el árbol cercano al centro del jardín, lo tomó por el tronco, y lo sacudió. Las hojas llovieron sobre todo el jardín.
— Ahí está... ahora puedes llevarme de vuelta.
Cuento zen
"En fin, tal vez no existían soluciones. La sociedad humana, aseguraban, era una especie de monstruo, y sus principales subproductos eran los cadáveres y los escombros. Nunca aprendía, siempre repetía los mismos errores estúpidos, siempre escogía los beneficios inmediatos a costa de un sufrimiento a largo plazo."
Margaret Atwood - Oryx y Crake (2003)
Un beduino viajaba, montado en un camello cargado de trigo. En el camino
encontró a un hombre que le hizo mil preguntas sobre su país y sus bienes.
Después le preguntó en qué consistía la carga de su camello.
El beduino mostró los dos sacos que colgaban a una y otra parte de la silla
de su montura:
"Este saco está lleno de trigo y este otro de arena."
El hombre preguntó:
"¿Hay alguna razón para cargar así tu camello con arena?"
El beduino:
"No. Es únicamente para equilibrar la carga."
El hombre dijo entonces:
"Hubiese sido preferible repartir el trigo entre los dos sacos. De ese modo,
la carga de tu camello habría sido menos pesada.
¡Tienes razón! exclamó el beduino, eres un hombre con una gran agudeza
de pensamiento. ¿Cómo es que vas así a pie? Monta en mi camello y dime:
siendo tan inteligente ¿no eres un sultán o un visir
?-No soy ni visir ni sultán, dijo el hombre. ¿No has visto mi vestimenta?"
El beduino insistió:
"¿Qué clase de comercio practicas? ¿Dónde está tu almacén? ¿Y tu casa
?-No tengo ni almacén ni casa, replicó el hombre.
-¿Cuántas vacas y camellos posees
?-¡Ni uno solo!
-Entonces ¿cuánto dinero tienes? Porque gozas de una inteligencia tal que
podría, como la alquimia, transformar el cobre en oro.
-Por mi honor, ni siquiera tengo un trozo de pan que comer. Voy con los
pies descalzos, vestido de harapos, en busca de un poco de comida. Todo lo que
sé, toda mi sabiduría y mi conocimiento, ¡todo eso no me trae más que dolores
de cabeza!"
El beduino le dijo entonces:
"¡Márchate! ¡Aléjate de mí para que la maldición que te persigue no recaiga
sobre mí! Déjame irme por ese lado y toma tú la otra dirección. Más vale
equilibrar el trigo con arena que ser tan sabio y tan desventurado. Mi idiotez es
sagrada para mí. ¡En mi corazón y en mi alma está la alegría de la certeza!"
Cuento sufí
“Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien.”
Carlos Ruiz Zafón, “El prisionero del cielo” (2011)
Nada duele, envenena y enferma más que la decepción.
Porque la decepción es un dolor que procede siempre de una esperanza que se desvaneció, una derrota que nace siempre de una confianza traicionada, desde alguien o algo en lo que creíamos.
Y al sufrirla te sientes engañado, burlado, humillado. La víctima de una injusticia que no te esperabas, de un fracaso que no merecías.
Te sientes también ofendido, ridículo, por lo que a veces buscas la venganza. Elección que puede dar un poco de alivio, seamos realistas, pero que rara vez se acompaña de alegría y que a menudo cuesta más que el perdón.
Hace ya mucho, mucho tiempo… en un reino muy, muy lejano…
Había un rey cuyo poder y riqueza eran tan enormes como profunda era la tristeza que cada día le acompañaba.
Lo tenía todo y aun así no conseguía ser feliz, siempre sentía que le faltaba algo.
Un día, harto de tanto sufrimiento, anunció que entregaría la mitad de su reino a quien consiguiera devolverle la felicidad.
Tras el anuncio, todos los consejeros de la corte comenzaron a buscar una cura. Trajeron a los sabios más prestigiosos, a los magos más famosos, a los mejores curanderos… incluso buscaron a los más divertidos bufones, pero todo fue inútil, nadie sabía cómo hacer feliz a un rey que lo tenía todo.
Cuando, tras muchas semanas, ya todos se habían dado por vencidos, apareció por palacio un viejo sabio que aseguró tener la respuesta:
«Si hay en el reino un hombre completamente feliz, podréis curar al rey. Solo tenéis que encontrar a alguien que, en su día a día, se sienta satisfecho con lo que tiene, que muestre siempre una sonrisa sincera en su rostro, que no tenga envidia por las pertenencias de los demás… Y cuando lo halléis, pedidle sus zapatos y traedlos a palacio. Una vez aquí, su majestad deberá caminar un día entero con esos zapatos. Os aseguro que a la mañana siguiente se habrá curado».
El rey dio su aprobación y todos los consejeros comenzaron la búsqueda.
Pero algo que en un principio parecía fácil, resultó no serlo tanto, pues el hombre que era rico, estaba enfermo; el que tenía buena salud, era pobre; el que tenía dinero y a la vez estaba sano, se quejaba de su pareja, o de sus hijos, o del trabajo…
Finalmente se dieron cuenta de que a todos les faltaba algo para ser totalmente felices.
Tras muchos días de búsqueda, llegó un mensajero a palacio para anunciar que, por fin, habían encontrado a un hombre feliz.
Se trataba de un humilde campesino que vivía en una de las zonas más pobres y alejadas.
El rey, al conocer la noticia, mandó buscar los zapatos de aquel afortunado. Les dijo que a cambio le dieran cualquier cosa que pidiera.
Los mensajeros iniciaron un largo viaje y, tras varias semanas, se presentaron de nuevo ante el monarca.
—Bien, decidme, ¿lo habéis conseguido? ¿Habéis localizado al campesino?
—Majestad, tenemos una noticia buena y una mala. La buena es que hemos encontrado al hombre y en verdad que es feliz. Le estuvimos observando y vimos la ilusión en su mirada en cada momento del día. Hablamos con él y nos recibió con una amplia sonrisa y con la alegría reflejada en sus ojos…
—¿Y la mala? —preguntó el rey impaciente.
—Que no tenía zapatos.
Cuento recogido en “Cuentos para entender el mundo”, de Eloy Moreno
“Un tonto encuentra siempre otro más tonto que lo admira.”
SIR ARTHUR CONAN DOYLE (Sherlock Holmes)
"Estábamos juntos. Olvidé el resto".
Atribuida a Walt Whitman (1819 – 1892)
“-Tú decides.
-No me dejas elección.
-Siempre tenemos elección. Es más, somos la suma de nuestras elecciones.”
Guillaume Musso, “La llamada del ángel” (2011)
“Las leyes injustas existen: ¿deberíamos contentarnos con obedecerlas, o bien deberíamos luchar por enmendarlas? ¿Y deberíamos seguir obedeciéndolas hasta que tuviésemos éxito, o bien deberíamos transgredirlas inmediatamente?”
Henry David Thoreau, “Desobediencia civil” (1849)
Imagina a una pareja paseando por la playa con un perro. Ellos charlan y el perro corre por ahí. Luego atan al perro a un árbol y se pasan la tarde haciendo el amor, mientras el perro, atado, los mira y ladra de vez en cuando.
Pues tú eres el perro.
Dinero. Martin Amis.
Entendemos por “ritos de paso” aquellas ceremonias que evidencian ante la comunidad un cambio en la condición social del individuo. Durante la Edad de Bronce (y pervivencia en la de Hierro) los principales serían el nacimiento, la mayoría de edad y el funeral. A estos “ritos de paso” se asocian ciertas prácticas de carácter sacralizado como “cosecha del espíritu” y “salvaguarda de la madre” en el nacimiento, “rapto, robo y abigeato” y “bandas y fratrías” en la mayoría de edad, y “emplazamiento del espíritu“ y “lugares de tránsito” para el funeral. Soy consciente de encontrarme en terreno movedizo y sobre todo basto, de modo que me limitaré a desarrollar el rito de paso a la mayoría de edad dejando el del nacimiento y el del funeral para artículos posteriores.
MAYORÍA DE EDAD ― Prácticas del rapto, del robo y del abigeato
Entendemos el fenómeno del “rapto de las hembras" como una práctica sacralizada que hunde sus raíces en la Edad del Bronce y guarda prevalencia, aunque ya estereotipada, durante la Edad del Hierro, alcanzando en algunos casos hasta casi nuestros días; por demás de ser una eficaz y lúcida vacuna a la endogamia, que todo hay que decirlo.
El “rapto” junto al “robo” (armas, joyas…) y el “abigeato” (robo también, pero uno por el que el ganado salía más barato) fueron prácticas de obligado cumplimiento para todo mozo que entonces aspirara a superar su “rito de paso” a la edad adulta, ceremonia y festividad que se oficiaba con gran pompa cada año entre estos grupos tribales de gentes del Bronce y del Hierro. Dicho rito requería que el postulante acometiera las hazañas del rapto-robo-abigeato a fin de ser recibido y declarado como un “hombre de bien” por su comunidad. De manera que aquellos imberbes catequistas formaban su banda (vocablo actual cuyo origen se sitúa en aquel tiempo y raíz del teónimo hispano Bandue, deidad protectora de estas prácticas y patrona de bandas y fratrías) y abandonando (misma raíz, je, je) sus casas, su gente y su poblado salían gritando en comandita aquello de «¡a por ellas a por ellas, sean novillas o doncellas…!» Se ocupaban así de hostigar por un tiempo a las hembras, los ganados y los bienes de otros poblados de la zona; y estos, en su terca obstinación por impedirlo, siempre se cobraban a algún que otro practicante (ahí está la gracia, que la juerga hay que pagarla).
El asunto es que aquellos agraciados que volvían indemnes al poblado pasaban ya de facto a ser “hombres de derecho”, alcanzando algunos y conforme a su botín a serlo además “de provecho” y quedar allí en su pueblo como “gentes de posibles”. Todo eran ventajas, eran recibidos como adultos y de paso retornaban fuertes y adiestrados para en adelante proteger lo propio frente a cualesquiera banda de “quintos” forasteros que acudieran a robarles cada año. Porque acudían sin falta, ¿eh? Pero como allí en el pueblo los adultos ya se lo sabían, a la tarde se guardaban idolillos, brazaletes y collares en los entramados vegetales de los techos, encerraban sus ganados en sus propios dormitorios y animaban a sus mozas a mear rápido y cerca y a recogerse temprano. Aun así los postulantes forasteros siempre daban con algún julay despreocupado, cabra descuidada o hembra ansiosa por ver mundo, y de aquello ya cobraban expedita y buena prenda. Pero vean que así todo quedaba compensado, las gallinas que salían por las otras que allí entraban, aquello no era más que pura meritocracia en ejercicio, un remanso de fortuna y paraíso de oportunidades.
En fin, a lo que vamos: el asunto este del rapto, del hurto y del abigeato. Pues de aquel sustrato sacro y cultural del Bronce ya se alumbran, amaneciendo el Hierro, los mitos conocidos por nosotros sobre el “rapto” (Rapto de Europa, Helena, Hipodamia, Medea…) y sobre el “robo” y el “abigeato” (Gerión, el vellocino, Autólico, Caco…); dando paso por ejemplo el “rapto”, que es el que nos ocupa ahora, a algunas viejas fórmulas nupciales de las que nos informa el bueno de Plutarco (Licurgo 15, Cuestiones romanas 29, …); como aquella que consiste en no pasar la novia a su nueva casa sino en puras volandas y fingiendo mucha resistencia. Entre estas también aquel denominado entre los griegos “matrimonio de rapto”, e incluso aquí más cerca la venerable costumbre denominada “el rapto de la novia”, excentricidad vetusta que en nuestro sur-sureste ha llegado casi hasta el presente y consiste en llevarse el novio a la novia sacándola del pueblo y no volver hasta quedar ambos disfrutados. Así, pasados varios días, regresaban al pueblo los mozos campantes y dispuestos para celebrar ya en casa una simple boda. Tradiciones estas que rememoran con ternura la práctica sagrada de los raptos ancestrales. Para esta zona y como representación gráfica del “rapto” contamos, por ejemplo, con la que figura en los ases ibéricos de Cástulo: piezas de bronce cuyo reverso reproduce la imagen del “Rapto de Europa”.
También será Plutarco (Vidas paralelas, Mario–Sila) quien informe sobre aquellas otras patas de este mismo “rito de paso” a la mayoría de edad: el robo y el abigeato, aspectos que este autor considera costumbre propia y arraigada entre las gentes de Hispania: «… Por no haber dejado los íberos de tener al robo como hazaña saludable y digna de alabanza», dice el pavo. Incluso el Strabon (III, 4,5), griego este y muy civilizado, no se ahorrará tampoco de emitir dictamen sobre aquello nuestro: «… hábiles en luchar y sorprender al enemigo, viven sin embargo los iberos aplicados a sus correrías y depredaciones, aventurando permanentes golpes de mano para ello pero nunca acometiendo empresas de importancia, y es que no han sabido concertar sus fuerzas para así fundar alguna liga o confederación más poderosa [que los haga fuertes manteniéndolos unidos]», afirmaba aquel hombre tan sabio y viajado.
Sobre “concertar sus fuerzas para fundar una confederación o liga poderosa” no comento nada porque eso es cosa del pasado, ahora somos todos una piña inquebrantable y hablar de aquello ya no viene a cuento… ¿verdad? Pero permitidme una breve digresión, solo es un momento: pues veréis también que sobre aquella dulce práctica del rapto hoy nos conformamos con levantar la novia a algún vecino, y a su vez el venerable abigeato languidece a causa de no ser los ganados bienes de prestigio como antaño. Una lástima, pero así está la cosa. Sin embargo de lo otro… ¡Ay lo otro! De lo otro sí que conservamos muy lozana y reluciente nuestra célebre destreza para el "robo", sacro mandamiento que nos viene ya de lejos y guardamos en sagrario o campando muy vivito por esta piel de toro… Este sí lo obedecemos. Este es cosa nostra.
Si el rapto garantizaba al “nuevo adulto” su descendencia y el robo de armas y joyas su prestigio en vida y en el más allá, por su parte el abigeato revestía un carácter netamente económico y de subsistencia. Queda claro que el ganado es la fuente económica principal con que contaban aquellas sociedades (fijaos en los masai), pero a nuestros efectos aún es algo más: la protomoneda. Se considera a la piel de vaca (o de buey, de novillo, de toro… como queráis) el primer material “vehicular” de cambio, primero esas mismas pieles y ya después la imagen tipográfica de los primeros intercambios “monetales” ya metálicos: los denominados “lingotes chipriotas”, placas de cobre en forma de piel de buey extendida.
Y bien, esto es todo. En próximos artículos intentaré desarrollar, igualmente con rigor y en tono desenfadado, la génesis de las prácticas asociadas a los otros “ritos de paso”, nacimiento y funeral. En el primer caso remontaré a tiempos megalíticos (prácticas de culturas quasi-matriarcales relativas a los dólmenes) y en el segundo al denominado “Bronce Atlántico” y a su más que significativa ausencia de necrópolis.
Disfrutad de la vida.
En verdad, era difícil saber si se trataba de una victoria. Únicamente estaba uno obligado a comprobar que la enfermedad parecía irse por donde había venido. La estrategia que se le había opuesto no había cambiado: ayer ineficaz, hoy aparentemente afortunada. Se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado.
La peste. Albert Camus.
menéame