El cartel flota en la noche de Buenos Aires como el ala de una mariposa seca: Supermercado Express, letras rojas sobre fondo verde. En la vereda, una pizarra anuncia que se aceptan tarjetas de crédito y débito. Tomates y naranjas brillan lustrosos frente a los carritos de metal que se usan para llevar pedidos a domicilio. Desde adentro, detrás de su pequeño mostrador, Ale, el dueño del supermercado, me ve y me saluda con un gesto. No lo dice, pero es como si lo dijera.
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