Casi todas las infancias de mi generación (tengo veintisiete años) contienen una vivencia común: los atracones forzosos en casa de los abuelos. «Cómetelo, que nunca se sabe cuándo puede venir otra guerra», solía decir la mía, aunque fuese un garbanzo lo que me dejase en el plato. Su gran trauma colectivo fue el hambre. Y por eso, desde entonces, atesoraron, previsores, cada ocasión de alimentarse como si pudiese ser la última y vieron en cada mesa llena un privilegio. Mientras …