Restricción calórica: come menos… y vivirás más
¿Imaginas una dieta que frena la oxidación celular, sube el ánimo, flexibiliza el corazón y protege el cerebro... además de eliminar grasa innecesaria? La ciencia acaba de demostrar que el truco es comer de todo, pero en raciones más pequeñas.
Para desayunar, Jorge se sirve un tazón de cereales con leche y una tostada con aceite y jamón. Su hermano Gustavo, media tostada y cereales en un tazón más pequeño. En el almuerzo, hay ensalada con atún, huevo y maíz, potaje de garbanzos y yogur para ambos. Pero todos los platos de Gustavo son un poco más pequeños. Llega la hora de la cena: filete de 180 gramos para el primero; de 130 gramos para el segundo. Y así día tras día. Puede que a Gustavo le suenen de vez en cuando las tripas por la noche, pero le compensa. Porque alimentarse así alarga su vida.
Gustavo practica la restricción calórica. No es una dieta basura, de esas que prometen hacerte perder peso a marchas forzadas, pero a costa de tu salud o con un efecto rebote importante. En este caso, su efectividad está probada. Y tiene un fundamento científico que se explica en dos brochazos. “Restringir calorías es como pisar el freno del metabolismo basal, es decir, disminuir lo que consumen las células para llevar a cabo sus funciones diarias”, explica a ESTAR BIEN Leanne Redman, investigadora del Centro de Investigación Biomédica Pennington (EE. UU.).
Es algo así como activar el modo ahorro de energía de los teléfonos móviles, pero dentro de un ser vivo. “Está claro que, si consumimos menos oxígeno para producir energía, el metabolismo genera menos desechos”, discurre Redman. Sobre todo, menos especies reactivas del oxígeno (ROS, por sus siglas en inglés), unas moléculas que bombardean y dañan el ADN, las proteínas y los lípidos. Con pocos agentes erosivos para desgastar el material del que estamos hechos, el paso de los años apenas hace mella en nuestros órganos y tejidos. En conclusión, reducir calorías debería ser equivalente a llevarse al gaznate una píldora de juventud y lozanía. La fórmula la probaron hace décadas en levaduras, y funcionó. Luego les llegó el turno a los pequeños gusanos Caenorhabditis elegans y, ¡voilà!, los convirtieron en Peter Panes que apenas envejecían. Las moscas de la fruta vivieron también su particular momento de gloria, y superaron la prueba victoriosas. Y lo mismo ocurrió con los peces. El foco de atención se centró entonces en los mamíferos, empezando por los ratones. Los investigadores decidieron comprobar qué pasaba si reducían las calorías que ingerían. Resultó que los roedores vivían un 65 % más que si se los dejaba comer a su antojo.
Unos macacos muy glotones
Con monos, ha habido algún que otro experimento fallido, hasta que un estudio de 2012 despejó las dudas. Si se dejaba a los macacos Rhesus engullir todo el alimento que querían, tenían el doble de posibilidades de morir a cualquier edad que si se reducía su ingesta en un 30%. Los gerontólogos se frotaban las manos. Ya solo les hacía falta una evidencia sólida de que todo lo aprendido en animales se podía aplicar también a los seres humanos. Era cuestión de tiempo.
A principios de 2018, su deseo se hizo realidad. En marzo, Redman y sus colegas cerraron con broche de oro el mayor ensayo clínico de restricción calórica en humanos realizado hasta la fecha. En el marco del ambicioso proyecto CALERIE (siglas de Comprehensive Assessment of Long-term Effects of Reducing Intake of Energy), habían dedicado veinticuatro meses a observar los efectos de someter a treinta y cuatro personas esbeltas, jóvenes y sanas, con edades comprendidas entre los veinte y cincuenta años, a una dieta con un 15% menos de calorías de lo habitual. Y traían muy buenas noticias.
“Lo primero que advertimos es que el cambio de hábitos alimentarios les hacía perder lenta pero definitivamente 9 kilogramos de peso, el 70% de los cuales correspondían a grasa corporal”, nos cuenta la investigadora. Sin sufrir anemia, ni pérdida de masa ósea, ni ningún otro efecto adverso. “Además, cuando medimos su metabolismo durante el sueño, comprobamos que se había frenado un 10% frente a quienes comían con normalidad”. Un tercio de esa deceleración metabólica se debía a la pérdida de peso; con un cuerpo más pequeño, tu metabolismo trabaja más despacio, es lógico.
Pero los dos tercios restantes tenían que ver con procesos biológicos. Redman lo puede asegurar con tanta precisión porque no trabajó con un equipo de laboratorio al uso. En el Centro de Investigación Biomédica Pennington de Luisiana, tenía a su disposición cuatro exclusivas cámaras metabólicas –solo existen veinte similares en todo el mundo–. Se trata de pequeñas habitaciones herméticamente selladas que miden minuto a minuto cuánto oxígeno consumen sus ocupantes y cuánto CO2 exhalan durante veinticuatro horas. Esto permite a los investigadores rastrear con una exactitud sin precedentes cómo emplea alguien la energía. Además, si se combina la proporción entre ambos gases con un análisis del nitrógeno de la orina, es posible discernir si una persona quema proteínas, hidratos de carbono o grasas.
Esquinazo al daño oxidativo
Análisis va, análisis viene, durante dos años Redman y sus compañeros siguieron minuciosamente la evolución fisiológica de aquellos treinta y cuatro voluntarios dispuestos a pasar un poco de hambre en pro de la ciencia. ¿Y qué? “Lo confirmamos de todas todas: la desaceleración metabólica y la restricción calórica están ligadas a una reducción de la oxidación de las células y los tejidos también en nuestra especie”, nos asegura con orgullo.
Un daño celular que, no viene nada mal recordarlo, allana el camino de enfermedades tan demoledoras como el alzhéimer, el párkinson, el cáncer y la artritis reumatoide, entre otras. Tampoco las defensas salen mal paradas con los recortes alimentarios. Al limitar el consumo de calorías, todos los procesos inflamatorios se frenan. No es ninguna tontería, si tenemos en cuenta que lo que poseen en común todas las enfermedades crónicas, y también la obesidad, es el exceso de inflamación. Lo mejor es que eso sucede sin afectar al sistema inmune, que se mantiene ojo avizor y sigue defendiéndose a las mil maravillas ante cualquier agresión. Todo son ventajas en este sentido.
Otro que lleva las de ganar cuando las calorías se reducen es el corazón. En un estudio previo, investigadores de la Universidad de Washington (EE. UU.) demostraron que, si nos sometemos a esta clase de dieta, nuestra bomba cardiaca rejuvenece aproximadamente veinte años. Para calcularlo, tuvieron en cuenta una medida que cuantifica la capacidad del corazón de adaptarse a la actividad física, el estrés y otros cambios. Se conoce como variabilidad de la frecuencia cardiaca y mide el tiempo entre latido y latido, que cambia de una pulsación a la siguiente.
‘Lifting’ de veinte años
“Cuando es alta, indica que el corazón puede adaptarse a necesidades cambiantes con mucha diligencia”, explica Phyllis K. Stein, coautor del trabajo. Se trata de un parámetro que normalmente “merma al envejecer, porque nuestro sistema cardiovascular se vuelve cada vez menos flexible, y eso implica mayor riesgo de fallecer”, subraya Stein.
De ahí su alegría al comprobar que recortar calorías equivale a retroceder dos décadas para el corazón. De la misma manera, al cerebro los recortes le vienen de perlas. Se lo ha explicado a ESTAR BIEN Bart J. L. Eggen, un neuroinmunólogo neerlandés que ha dado que hablar por sus experimentos recientes con la restricción calórica. “Mi especialidad es la microglía, un tipo de células del sistema nervioso importantes para que el cerebro funcione”, nos aclara.
Estas células cumplen labores de vigilancia, monitorizan continuamente lo que pasa en la cabeza y entran en acción si detectan cambios preocupantes, además de ocuparse de eliminar cadáveres –las neuronas que mueren– y de dar apoyo a las células nerviosas. En definitiva, son muy útiles. Siempre y cuando no se vuelvan hiperactivas. Porque, en ese caso, las microglías pueden dañar seriamente el encéfalo, “algo que, según hemos observado, suele ocurrir en los axones de neuronas que forman la sustancia blanca de ratones que envejecen —señala Eggen. Y añade—: Resulta que, si a un ratón se le controla la alimentación para que consuma una dieta baja en calorías y grasas, la microglía de la sustancia blanca no se hiperactiva jamás”. En otras palabras, prevenimos que la microglía se deteriore al cumplir años, al menos en roedores. En este sentido, su efecto beneficioso para nuestra mente es mejor incluso que el del ejercicio físico.
Cúmulo de beneficios
Si una cosa les ha quedado clara a Eggen, a Stein y, por supuesto, a Redman después de sus ensayos es que, en cuestión de salud, menos calorías es más. Y lo mismo se puede decir de la calidad de vida. Resulta que, con la restricción calórica, el estado de ánimo y el apetito sexual suben; a la vez que bajan el estrés y los cambios inesperados de humor. Hasta se ha comprobado que mejora la calidad del sueño.
Delgados, sanos, felices, sin estrés, con el ánimo y la libido por las nubes, las defensas fuertes y el sueño profundo... ¿Qué más se puede pedir? Prudencia, porque todo eso no significa que debamos empezar a comer menos por nuestra cuenta. De hecho, en cuanto se lo sugerimos a Redman, nos quita rápidamente la idea de la cabeza. ¡Por supuesto que por primera vez en la historia tenemos pruebas irrefutables de que podemos combatir el cáncer, la diabetes y otras enfermedades asociadas al envejecimiento con un menú bajo en calorías!, nos dice. Pero es una dieta que debe ser supervisada. “Hace falta que un médico haga un seguimiento, que nos monitorice para asegurarse de que realmente es equilibrada y no nos alimentamos mal, ya que, en ese caso, perderíamos mucha más salud de la que ganamos”, recalca el experto.
Por si no nos lo imaginábamos, Redman subraya que una de las claves es que no se eliminan grupos de alimentos, solo se reducen las dosis. La receta es la que aplicaba Gustavo al principio del reportaje: porciones más pequeñas, pero comiendo de todo. Desde ese punto de vista, no se parece en nada a los famosos regímenes de proteínas para perder peso, ni tampoco a esos que eliminan de un plumazo los carbohidratos y nos privan del pan, las patatas y las pastas.
Además, hay otra diferencia clave frente a los regímenes de adelgazamiento: la restricción calórica es para siempre. Aunque eso de pasar hambre de por vida no resulta un plan apetecible. Exige una disciplina férrea. Encima, ya hemos dicho que nos obliga a vivir caminando en la cuerda floja, con el riesgo de caer en cualquier momento en el foso de la malnutrición.
Alternativa encapsulada
Para evitarlo, hay quienes plantean la posibilidad de que, una vez entendidos los mecanismos que hay detrás, intentemos imitar el efecto biológico de la restricción calórica en una cápsula. Ya hay una candidata, el resveratrol, una sustancia de la familia de los polifenoles presente en el vino y que, en algunos aspectos, tiene efectos equiparables a restringir calorías. Por otra parte, el gerontólogo Valter Longo, director del Instituto de Longevidad de la Universidad del Sur de California (EE. UU.), propone como alternativa reducir las calorías solo unos pocos días al mes, concretamente, de dos a cinco días. Lo llama ayuno intermitente, y sus ensayos en ratones indican que reduce los biomarcadores de cáncer, diabetes y enfermedades cardiacas. Longo está convencido de que esta táctica ofrece todas las ventajas de la restricción calórica sin ninguno de sus inconvenientes.