La pirámide invertida

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El relato que envuelve la herencia de las obras del antiguo Egipto suele ser de perfeccionamiento, de obras que poco a poco van aproximándose a la excelencia de muchas de las piezas que nos han llegado hasta hoy en día.

Es la forma en la que nos parece natural entender el progreso, con una continuidad constante en la mejora, sin retrocesos. Pero ese punto de vista apenas alcanza para explicar la caída de los imperios.

En cuanto a las pirámides, nos explican por lo tanto que las más deterioradas forman parta de los primeros ensayos que culminan con las obras magnas que componen la meseta de Guiza.

En realidad sí se admite cierto declinar a lo largo de las dinastías, pero se hace una lectura sesgada del propio testimonio que nos legaron, ante la imposibilidad de dar crédito al relato que se describe.

Y sí que es muy posible que dicho relato en algún punto se torne alegórico antes que historiográfico, pero tal vez ese punto esté en un lugar muy distinto al que hoy se piensa que está.

Lo que sucede es que si hemos de aceptar la totalidad del testimonio, el relato se torna mucho menos complaciente. Ya no es una historia de éxito, y eso gusta poco.

Encontramos pirámides hechas con pequeños ladrillos, algunas que han colapsado debido a malas decisiones en el proyecto, otras de las que el tiempo ha dejado poco más que una pila de escombros y tierra. Y entendemos por lo tanto, que las última son las mejor construidas, pero podría ser perfectamente a la inversa:

Que durante el reinado de los dioses se acometieron proyectos bajo su tutela que hoy nos resultan de difícil compresión en muchos aspectos y despiertan nuestra admiración. Y que en el momento que se da las transferencia en la gestión, las obras recuerdan apenas a una sombra de lo que fueron.

Por lo general, las personas cuentan el cuento como les conviene y a veces es previsible no hallar rastro de hechos que dejan en mal lugar a quienes los relatan.

Difícil desentrañar la vieja historia, si fueron expulsados o decidieron irse, en buenas relaciones o no tan buenas. Y Akenatón propone un ejercicio de realismo, señalando como figura de adoración a un sol que sí ven todos cada día, en lugar de esos falsos dioses con sombreros alargados que ocultan un cráneo tan redondeado como el del resto.

Y sus juicios ahora son cuestionados, probablemente por su propio contenido que el disfraz no alcanza a soslayar. La obra del hombre colapsa por la corrupción de sus propios cimientos. La de los dioses sigue en pie, milenio tras milenio.

La historia que nos han contado se sostiene tanto como una pirámide invertida. En realidad, es justo lo opuesto.

Ni siquiera deberíamos tentarles calificándoles de dioses. La única verdad es que la historia se ha perdido entre las mentiras de quienes la escribieron, las mentiras de quienes la borraron y las mentiras de quienes la leen. Tal es la naturaleza perfectible del hombre.

Quién sabe si desaparecieron por su propia mácula, por la nuestra o por ambas. O si simplemente así es como estaba previsto. Es muy posible que se cansaran de nuestras mentiras como muchos de nosotros ya lo estamos. Pero qué duda cabe de que una vez estuvieron aquí y bien se encargaron de dejar pruebas indelebles de ello. El que tenga ojos que vea. El que tenga oídos que oiga. Y el que tenga cerebro que piense.

Tal vez dejaran incluso más huellas de las previstas. Tal vez algún día una historia mejor, más fidedigna, sea relatada. Mientras tanto, tendremos que conformarnos con esa pirámide invertida que es la historia como se cuenta hoy, que pretende sostener la base con el vértice y permanecer en equilibrio ignorando las más básicas leyes de la lógica.

Algunos podrían preguntarme en base a qué propongo una lectura y no la contraria. Ni siquiera hace falta entrar a discutir indicios y evidencias. A la verdad se la suele reconocer por un característico sabor amargo. Y no sabe bien. Es a todas luces un gusto adquirido, aprendido. A fuerza de conocer las consecuencias aún más amargas de las dulces mentiras. Esas con las que se engaña a los niños para que concilien el sueño una noche más. El hombre es aún un niño que tal vez nunca aprenderá.

 

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